miércoles, 22 de julio de 2015

El sillón rojo.


Tengo un sillón rojo. Es de anchos cojines, de superficies suaves que invitan a sentarse en él, a tumbarse a soñar durante las tardes que la canícula se dejar sentir y predomina en mí la obnubilación y el letargo. Este sillón lo compré hace tres, pero pueden ser cuatro años, a un precio que no recuerdo, en la mueblería de la esquina de mi casa. Me prendí de él desde el  día que lo descubrí detrás del escaparate  mientras esperaba el autobús que me llevaría a mi cita de trabajo. Recuerdo que entré, y recorrí lentamente su tapicería mientras sentía cómo una especie de electricidad me invadía de pies a cabeza. No tardó en aparecer el encargado que repetía la retahíla que tenía preparada para convencer a sus clientes de la ganga que les ofrecía; que anunciaba que el sillón (único en su clase, especie en extinción) estaba en remate. Conmigo no era necesario el monólogo mercadotécnico, lo hubiese comprado de todas maneras.
Lo coloqué en una de las habitaciones de la casa que durante una año fue mía y que ahora ya no lo es y que después de haber salido de ella han habitado otras personas.

En ese sillón rojo disfruté tantas veces la compañía del amor que conocí meses después de haberlo comprado. Con el hombre con que hubiese querido compartir todos mías días y sus tardes, todas mis noches con sus madrugadas. Porque lo mismo era sentarnos  a conversar sobre los acontecimientos cotidianos, que dejarme transportar a lugares remotos y desconocidos a través de las mil y una historias que solía contarme cada día. Sentados o recostados vimos televisión juntos, muy juntos hasta altas horas de la noche, cuando ya todos dormían y el personaje dentro del televisor no se cesaba de hablar y hablar y hablar, mientras nosotros, galantemente lo ignoramos.

En repetidas ocasiones buscamos –y encontramos- el acoplamiento sobre el suave y tibio tapiz rojo. Pero lo que más recuerdo  del sillón  y  en realidad lo hace tan importante para mí,  es que estuvo hecho  a la medida de nuestros sentimientos, de nuestras ansias, de nuestras ganas (y por supuesto, de nuestras medidas). Las de ese hombre y las mías.

Muchas noches que el hombre que yo amaba no estuvo conmigo, hice por acostarme sola y dormir en el sofá rojo sin poder conseguirlo. No sé si fue por el frío de aquel invierno tan hostil y crudo, por la falta de su compañía o por ambas cosas, que le velé el sueño al reloj que colgaba en una de las paredes, con las manecillas siempre quietas en los mismos números. Recuerdo que muchas de esas noches él llegó sin anunciarse, porque al igual que yo, tampoco podía dormir. Bastó entonces estar cerca, entibiar nuestros cuerpos y en aquella justa y perfecta armonía darnos cuenta que nos pedíamos, nos exigíamos, centímetro a centímetro, en toda la extensión de nuestra piel. Mi cintura en el frenético buscar de sus manos, su aliento cálido y tibio ávido por arrullarme, como canción de cuna en mi oído.  Así, sin mediar casi palabras, solo con la mirada nos hablamos muchas noches en las que el insomnio era guía de su deseo y del mío.

Son muchas las noches que se guardan en ese mueble, insignificante para todos. Si el sillón rojo pudiese hablar, estoy segura callaría para tener el placer de abrigar y atesorar solo él, el torbellino de sensaciones y emociones que el hombre que amé y yo vivimos con su complicidad. Fuimos amantes que no sabían a ciencia cierta si la siguiente noche volverían a encontrarse para compartir ese espacio, ese tiempo. El sillón rojo también lo ignoró, por eso esperó cada anochecer de ese invierno cruento, como esperan los árboles ver caer sus hojas con el viento, como espera el navegante escampar la tormenta. El sillón rojo, ver llegar a sus puntuales compañeros de desvelos.
 
A pesar de todo,  la noche menos pensada y temida de ese día tan pensado y más temido,  llegó. Los amantes no volvieron a encontrarse ni en las noches, ni en los días. Ni para contarse historias, ni para ver televisión, ni para darse más calor. Desaparecieron como el conejo en el sombrero del mago, así de repentino, así de rápido.

Entonces el sillón rojo se sintió solo, ya nadie le hizo compañía. Ni el televisor, ni el hombre, ni la mujer en vigilia. Nadie lo ocupó y pasó las noches sumergido en la soledad más profunda, convertido ahora en una suerte de perchero horizontal, preguntándose qué fue de los amantes. Fue él -el sillón- entonces quien sintió frió y no hubo nadie que pudiese consolarlo y que le diera calor. Nadie que le explicara qué había pasado con los amantes.
¿Qué había hecho mal? ¿En qué había fallado? Si durante todo ese tiempo solo se había dedicado  a resguardar y cobijar con vehemencia esos dos cuerpos acoplados.
Súbitamente su color rojo brillante enmudeció. Su suavidad se enrareció. Podría decirse que envejeció.
 
Hasta la fecha el sillón rojo sigue conmigo. Ahora ha cambiado de habitación. Lo ocupan tres niños. Brincan y duermen en él. Derraman leche y jugo sobre sus telas. Nadie sospecha -ni grandes ni chicos-  que aún con el paso del tiempo el sillón rojo continúa formulándose las mismas preguntas, haciéndose los mismos reproches, en espera de los mismos amantes, sin más testigo que el silencio.

El sillón rojo perdió vida. En él se detuvo el tiempo, un poco como en mí. En la espera.


Pintura: Javier Parra "Mujer sobre sillón rojo." (2013-España).

1 comentario:

  1. Las medidas físicas, son unas, las del alma otras, difícil que un objeto pueda albergar ambas. Pero lo hizo

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