Llegué
a casa una tarde lluviosa de octubre, cuando parecía que el cielo estaba roto y
no se vislumbraba ni la más remota posibilidad de que la tormenta escampara.
Volví
después de varios días de estar ausente. Entré a casa con prisas, para que las gotas de lluvia no
se filtraran -como tu recuerdo en mi memoria- a través de la fina blusa de seda
color menta, que mi madre me trajo como regalo de su último viaje al Japón y
que estrené esa misma mañana antes de emprender el regreso.
Traté
de abrir el candado que pendía de la
puerta del cerco con aquella lealtad y seguridad propia de un fiel
guardián. De no ser por la tardanza que
la prisa –insisto- originó para abrir el candado, mientras dejaba escapar una
retahíla de maldiciones y recorría con la mirada los alrededores en busca de la
infructuosa presencia de un alma generosa que me ayudara, no habría fijado mi
atención en el viejo buzón oxidado que pendía, solo de uno de sus extremos del
–también oxidado- cerco de mi casa. De él, una decena de sobres blancos y
remojados, luchaban por hacerse notar,
dispersos, marchitos por el agua, colgando unos sobre otros.
Como
pude, encontré la llave dentro de mi bolso y por fin abrí el candado, tomé de
un tirón los sobres que estuvieron a punto de desbaratarse y entré corriendo, a tropezones a casa, que me
recibió con gran calidez. Fue como acercarse al calor de una hoguera tras el
frío de tu mirada. Con calma, tras haber secado mis manos y gafas, que impedían casi toda visibilidad a
causa de las gotas de agua, me di a la tarea de revisar el remitente de cada
una de los sobres apenas visible en algunos. Entre recibos de teléfono, luz, propaganda
de supermercados y estados de cuenta del banco, encontré una carta cuyo
remitente tenía tu nombre, escrito con tu perfecta e inconfundible caligrafía,
con pluma fuente tinta negra, seguro, la que te obsequié en el último de tus
cumpleaños, el que pasamos juntos en la
soledad de una montaña, a la orilla del lago que nos reflejó en su calma y con
los colores del ocaso. Con un poco de miedo la tomé y con sumo cuidado la abrí, tratando de no
romper los extremos húmedos de la hoja que contenía y que corrió el riesgo –el
mismo que yo en tus manos- de deshacerse como hielo bajo el sol incandescente
del desierto sudcaliforniano que habito. Entonces empecé a leer:
“Déjame
expresar todo lo que estos largos meses he guardado y me ha lastimado, a tal grado que la herida
que ha causado es tan profunda que no hay dolor, solo amargura.
No
existíamos el uno para el otro el día que nos conocimos. Nada sabía de ti, ni
tú de mí la mañana calurosa que te vi caminar con tu mascota en el parque,
frente al puesto de sodas donde yo esperaba un taxi, agobiado por el tiempo.
Éramos dos desconocidos, como la mayoría de esa muchedumbre que a diario nos
rodea y que de manera involuntaria y otras veces voluntaria ignoramos. Sin
saberlo, sin esperarlo, sin planearlo, de repente, tal vez a fuerza de un
milagro, mis ojos se vieron invadidos por tu mirada -como la luz del sol por la
mañana al penetrar a través de la cortina de una ventana- y mi piel recibió el
mensaje de tu piel, que no olvido. Cómo hacerlo. Así de repente –te repito- de
ser nadie para mí,- nadie- de nunca
haber tenido el más mínimo indicio de tu existencia – nunca- , apareciste en mi
vida, en esta vida abstracta, absurda y miserable que poseo, para cimbrarla con
la fuerza de un golpe en el rostro del boxeador antes de caer ensangrentado.
Saliste
del anonimato y pasaste a tener nombre y apellido en mi rutinaria existencia.
Empezaste a ser tú para mí – y yo para ti-. Tu presencia comenzó a ser
identidad de mi precaria y olvidada ternura. Mi corazón se estremeció
acelerando sus latidos, cuyo retumbo provocó el vuelo de las aves dormidas en
el jardín de mi memoria. Después de
conocernos y en la mutua convivencia, al momento de finalizar el día y
separarnos, esa hora de seguir nuestro viaje - tú a tu mundo y yo al mío- una mirada cómplice acompañaba nuestra
despedida intentando detener el momento, haciendo de ese segundo un montón de
vida. Alejándonos, cargando en la intimidad la esperanza de volver a sentir lo
mismo en nuestro próximo encuentro, dirigíamos nuestros pasos lerdos hacia
otras personas y otros momentos.
Ya
de regreso con mi soledad, en el desierto de lo cotidiano, sin mediar nada,
aparecías a cada instante en mis recuerdos, en mis sueños y hasta en mis pesadillas. En estas últimas,
tu mirada, tu voz, tu risa generosa, tus gestos al hablar, se convertían en la
más irrealizable utopía -si es que acaso alguna vez una utopía pudiese volverse
realidad-. No debo culparte de esto, porque supe desde un principio que eras –o
eres- parte de un mundo que otros buscan y necesitan. Es por eso también que pensé
–y sigo pensando- e intenté –y sigo haciéndolo-, borrarte de mí, pero era y
sigue siendo tarde -pareciese que escribiste tu esencia en mi ser con la tinta
indeleble de tu nombre-. Y en ese querer retenerte me di cuenta que te volviste
menos mía y más de otros. Sin embargo, y de manera contradictoria a tu forma de
sentir, sembraste en mí la semilla de la esperanza, al aceptar mis besos, mis
caricias, al compartirme tus sueños, deseos y tus múltiples frustraciones. A
cada instante me preguntaba: ¿acaso podrá ser real?, ¿es ésta mujer mía? Sobre todo al verte recostada en el
pasto verde y húmedo, con la cabeza sobre mi pecho, descifrando el lenguaje
de mis latidos cuyo ritmo dependía de
ti. Traté de convencerme de que así sería. Te vi -y aún te veo- como una mujer
demasiado especial para que hubieras puesto tus ojos y tus sentidos en alguien
como yo. Un hombre que simplemente no esperó un
regalo así de la vida. Porque eso es lo que ha significado para mi
conocerte y poder quererte. En los momentos que estuviste a mi lado – escasos,
lo sé- , solo deseé hacerte sentir todo lo importante que me eras, lo orgulloso
de tener tu efímera compañía. Cuando no estuviste –como ahora- te extrañé a morir y no encontré - como no encuentro ahora, por la misma
razón- mi lugar en este mundo, que se ha
tornado gris, como el mar de abril. Tanto, que siento miedo de que tu ausencia
algún día no termine en un reencuentro por más lejano que este sea. Penetraste
todas las membranas de mi cuerpo, traspasaste todas las corazas de mi alma,
llegaste como un afilado cuchillo cortando cada capa de mi corazón hasta su
centro, es ahí donde quise que te quedaras y fallé. Quizás aún no he logrado
dimensionar el espacio que de manera acelerada
ocupaste dentro de este cuerpo inerte, cansado y vacío que deambula solo
con la loca idea de tenerte – volverte a tener debiera decir-. Eres la mujer
mágica que puso de cabeza toda mi razón. Te invité a volar por los sueños
azules de nuestra sinrazón. A inventar espacios que fueran solo nuestros. A
crear un mundo quizá muy pequeño pero en el que cabríamos los dos fundidos en
un beso. Mas nada de eso fue suficiente para ti, para que decidieras
entregar de manera total y completa tu corazón, tu cuerpo y tu mente a
mi ingenua persona.
Siguen
tus pensamientos deambulando por un túnel oscuro y perpetuo sin lograr ver la
luz. Sigues inmersa en tus cavilaciones, construyendo un muro con tus dudas y
miedos que me impiden habitarte. Por eso he decidido dejarte, aunque en
realidad nunca he estado contigo –y en una de estas ni tú conmigo-, de eso
apenas me doy cuenta. Me alejo para que puedas disfrutar sin obstáculos de esa
libertad que con tanto ahínco preservas. Me alejo llevándote en cada respiro.
Me desprendo de ti, como el árbol de sus hojas, como el polluelo que
trabajosamente sale del cascarón. Me aparto de ti, deseando que el tiempo y la distancia te
hagan valorar lo que todo este tiempo te di, y no encontró eco ni en tu mente,
ni en tu corazón ni en tu sentir.
Hoy
el hombre que te ama se despide de ti. Buena suerte.”
Al
terminar de leer, dentro de mí la tormenta era aún más fuerte de lo que afuera,
en el patio, se escuchaba. Las lágrimas que anegaron mis ojos impedían que
viera más allá de la hoja, ahora también mojada por ellas. Sabía que era demasiado
tarde para tomar una decisión. El timbre de la carta hacía alusión a que había
sido enviada casi dos semanas atrás. Él debía encontrarse ya muy lejos. Además,
aunque hubiese sido esto posible, no me sentía en ese momento capaz de buscar y
prometer nada. Así que sequé mis lágrimas con el puño de mi blusa, doblé con
cuidado la carta o lo que quedaba de ella, que temblaba entre mis manos. La
guardé en el sobre y la coloqué sobre la mesa con el resto que encontré en el
buzón oxidado que cuelga del blanco -y
también oxidado- cerco de mi casa, esa tarde lluviosa de octubre.
Pintura: Anthony Angarola (Estados Unidos)