martes, 28 de julio de 2015

Correspondencia.


Llegué a casa una tarde lluviosa de octubre, cuando parecía que el cielo estaba roto y no se vislumbraba ni la más remota posibilidad de que la tormenta escampara.

Volví después de varios días de estar ausente. Entré a casa  con prisas, para que las gotas de lluvia no se filtraran -como tu recuerdo en mi memoria- a través de la fina blusa de seda color menta, que mi madre me trajo como regalo de su último viaje al Japón y que estrené esa misma mañana antes de emprender el regreso.

Traté de abrir el candado que pendía  de la puerta del cerco con aquella lealtad y seguridad propia de un fiel guardián.  De no ser por la tardanza que la prisa –insisto- originó para abrir el candado, mientras dejaba escapar una retahíla de maldiciones y recorría con la mirada los alrededores en busca de la infructuosa presencia de un alma generosa que me ayudara, no habría fijado mi atención en el viejo buzón oxidado que pendía, solo de uno de sus extremos del –también oxidado- cerco de mi casa. De él, una decena de sobres blancos y remojados, luchaban  por hacerse notar, dispersos, marchitos por el agua, colgando unos sobre otros.

Como pude, encontré la llave dentro de mi bolso y por fin abrí el candado, tomé de un tirón los sobres que estuvieron a punto de desbaratarse y entré  corriendo, a tropezones a casa, que me recibió con gran calidez. Fue como acercarse al calor de una hoguera tras el frío de tu mirada. Con calma, tras haber secado mis manos y  gafas, que impedían casi toda visibilidad a causa de las gotas de agua, me di a la tarea de revisar el remitente de cada una de los sobres apenas visible en algunos. Entre recibos de teléfono, luz, propaganda de supermercados y estados de cuenta del banco, encontré una carta cuyo remitente tenía tu nombre, escrito con tu perfecta e inconfundible caligrafía, con pluma fuente tinta negra, seguro, la que te obsequié en el último de tus cumpleaños, el que pasamos juntos  en la soledad de una montaña, a la orilla del lago que nos reflejó en su calma y con los colores del ocaso. Con un poco de miedo la tomé  y con sumo cuidado la abrí, tratando de no romper los extremos húmedos de la hoja que contenía y que corrió el riesgo –el mismo que yo en tus manos- de deshacerse como hielo bajo el sol incandescente del desierto sudcaliforniano que habito. Entonces empecé a leer:

“Déjame expresar todo lo que estos largos meses he guardado y  me ha lastimado, a tal grado que la herida que ha causado es tan profunda que no hay dolor, solo amargura.
No existíamos el uno para el otro el día que nos conocimos. Nada sabía de ti, ni tú de mí la mañana calurosa que te vi caminar con tu mascota en el parque, frente al puesto de sodas donde yo esperaba un taxi, agobiado por el tiempo. Éramos dos desconocidos, como la mayoría de esa muchedumbre que a diario nos rodea y que de manera involuntaria y otras veces voluntaria ignoramos. Sin saberlo, sin esperarlo, sin planearlo, de repente, tal vez a fuerza de un milagro, mis ojos se vieron invadidos por tu mirada -como la luz del sol por la mañana al penetrar a través de la cortina de una ventana- y mi piel recibió el mensaje de tu piel, que no olvido. Cómo hacerlo. Así de repente –te repito- de ser nadie para mí,- nadie-  de nunca haber tenido el más mínimo indicio de tu existencia – nunca- , apareciste en mi vida, en esta vida abstracta, absurda y miserable que poseo, para cimbrarla con la fuerza de un golpe en el rostro del boxeador antes de caer ensangrentado.

Saliste del anonimato y pasaste a tener nombre y apellido en mi rutinaria existencia. Empezaste a ser tú para mí – y yo para ti-. Tu presencia comenzó a ser identidad de mi precaria y olvidada ternura. Mi corazón se estremeció acelerando sus latidos, cuyo retumbo provocó el vuelo de las aves dormidas en el jardín de mi memoria.  Después de conocernos y en la mutua convivencia, al momento de finalizar el día y separarnos, esa hora de seguir nuestro viaje - tú a tu mundo y yo al mío-  una mirada cómplice acompañaba nuestra despedida intentando detener el momento, haciendo de ese segundo un montón de vida. Alejándonos, cargando en la intimidad la esperanza de volver a sentir lo mismo en nuestro próximo encuentro, dirigíamos nuestros pasos lerdos hacia otras personas y otros momentos.

Ya de regreso con mi soledad, en el desierto de lo cotidiano, sin mediar nada, aparecías a cada instante en mis recuerdos, en mis sueños  y hasta en mis pesadillas. En estas últimas, tu mirada, tu voz, tu risa generosa, tus gestos al hablar, se convertían en la más irrealizable utopía -si es que acaso alguna vez una utopía pudiese volverse realidad-. No debo culparte de esto, porque supe desde un principio que eras –o eres- parte de un mundo que otros buscan y necesitan. Es por eso también que pensé –y sigo pensando- e intenté –y sigo haciéndolo-, borrarte de mí, pero era y sigue siendo tarde -pareciese que escribiste tu esencia en mi ser con la tinta indeleble de tu nombre-. Y en ese querer retenerte me di cuenta que te volviste menos mía y más de otros. Sin embargo, y de manera contradictoria a tu forma de sentir, sembraste en mí la semilla de la esperanza, al aceptar mis besos, mis caricias, al compartirme tus sueños, deseos y tus múltiples frustraciones. A cada instante me preguntaba: ¿acaso podrá ser real?, ¿es ésta mujer  mía? Sobre todo al verte recostada en el pasto verde y húmedo, con la cabeza sobre mi pecho, descifrando el lenguaje de  mis latidos cuyo ritmo dependía de ti. Traté de convencerme de que así sería. Te vi -y aún te veo- como una mujer demasiado especial para que hubieras puesto tus ojos y tus sentidos en alguien como yo. Un hombre que simplemente no esperó un  regalo así de la vida. Porque eso es lo que ha significado para mi conocerte y poder quererte. En los momentos que estuviste a mi lado – escasos, lo sé- , solo deseé hacerte sentir todo lo importante que me eras, lo orgulloso de tener tu efímera compañía. Cuando no estuviste –como ahora- te extrañé  a morir y no encontré  - como no encuentro ahora, por la misma razón-  mi lugar en este mundo, que se ha tornado gris, como el mar de abril. Tanto, que siento miedo de que tu ausencia algún día no termine en un reencuentro por más lejano que este sea. Penetraste todas las membranas de mi cuerpo, traspasaste todas las corazas de mi alma, llegaste como un afilado cuchillo cortando cada capa de mi corazón hasta su centro, es ahí donde quise que te quedaras y fallé. Quizás aún no he logrado dimensionar el espacio que de manera acelerada  ocupaste dentro de este cuerpo inerte, cansado y vacío que deambula solo con la loca idea de tenerte – volverte a tener debiera decir-. Eres la mujer mágica que puso de cabeza toda mi razón. Te invité a volar por los sueños azules de nuestra sinrazón. A inventar espacios que fueran solo nuestros. A crear un mundo quizá muy pequeño pero en el que cabríamos los dos fundidos en un beso. Mas nada de eso fue suficiente para ti, para que  decidieras  entregar de manera total y completa tu corazón, tu cuerpo y tu mente a mi ingenua persona.

Siguen tus pensamientos deambulando por un túnel oscuro y perpetuo sin lograr ver la luz. Sigues inmersa en tus cavilaciones, construyendo un muro con tus dudas y miedos que me impiden habitarte. Por eso he decidido dejarte, aunque en realidad nunca he estado contigo –y en una de estas ni tú conmigo-, de eso apenas me doy cuenta. Me alejo para que puedas disfrutar sin obstáculos de esa libertad que con tanto ahínco preservas. Me alejo llevándote en cada respiro. Me desprendo de ti, como el árbol de sus hojas, como el polluelo que trabajosamente sale del cascarón. Me aparto de ti,  deseando que el tiempo y la distancia te hagan valorar lo que todo este tiempo te di, y no encontró eco ni en tu mente, ni en tu corazón ni en tu sentir.

Hoy el hombre que te ama se despide de ti. Buena suerte.”

Al terminar de leer, dentro de mí la tormenta era aún más fuerte de lo que afuera, en el patio, se escuchaba. Las lágrimas que anegaron mis ojos impedían que viera más allá de la hoja, ahora también mojada por ellas. Sabía que era demasiado tarde para tomar una decisión. El timbre de la carta hacía alusión a que había sido enviada casi dos semanas atrás. Él debía encontrarse ya muy lejos. Además, aunque hubiese sido esto posible, no me sentía en ese momento capaz de buscar y prometer nada. Así que sequé mis lágrimas con el puño de mi blusa, doblé con cuidado la carta o lo que quedaba de ella, que temblaba entre mis manos. La guardé en el sobre y la coloqué sobre la mesa con el resto que encontré en el buzón oxidado que cuelga del blanco -y  también oxidado- cerco de mi casa, esa tarde lluviosa de octubre.


Pintura: Anthony Angarola (Estados Unidos)




miércoles, 22 de julio de 2015

El sillón rojo.


Tengo un sillón rojo. Es de anchos cojines, de superficies suaves que invitan a sentarse en él, a tumbarse a soñar durante las tardes que la canícula se dejar sentir y predomina en mí la obnubilación y el letargo. Este sillón lo compré hace tres, pero pueden ser cuatro años, a un precio que no recuerdo, en la mueblería de la esquina de mi casa. Me prendí de él desde el  día que lo descubrí detrás del escaparate  mientras esperaba el autobús que me llevaría a mi cita de trabajo. Recuerdo que entré, y recorrí lentamente su tapicería mientras sentía cómo una especie de electricidad me invadía de pies a cabeza. No tardó en aparecer el encargado que repetía la retahíla que tenía preparada para convencer a sus clientes de la ganga que les ofrecía; que anunciaba que el sillón (único en su clase, especie en extinción) estaba en remate. Conmigo no era necesario el monólogo mercadotécnico, lo hubiese comprado de todas maneras.
Lo coloqué en una de las habitaciones de la casa que durante una año fue mía y que ahora ya no lo es y que después de haber salido de ella han habitado otras personas.

En ese sillón rojo disfruté tantas veces la compañía del amor que conocí meses después de haberlo comprado. Con el hombre con que hubiese querido compartir todos mías días y sus tardes, todas mis noches con sus madrugadas. Porque lo mismo era sentarnos  a conversar sobre los acontecimientos cotidianos, que dejarme transportar a lugares remotos y desconocidos a través de las mil y una historias que solía contarme cada día. Sentados o recostados vimos televisión juntos, muy juntos hasta altas horas de la noche, cuando ya todos dormían y el personaje dentro del televisor no se cesaba de hablar y hablar y hablar, mientras nosotros, galantemente lo ignoramos.

En repetidas ocasiones buscamos –y encontramos- el acoplamiento sobre el suave y tibio tapiz rojo. Pero lo que más recuerdo  del sillón  y  en realidad lo hace tan importante para mí,  es que estuvo hecho  a la medida de nuestros sentimientos, de nuestras ansias, de nuestras ganas (y por supuesto, de nuestras medidas). Las de ese hombre y las mías.

Muchas noches que el hombre que yo amaba no estuvo conmigo, hice por acostarme sola y dormir en el sofá rojo sin poder conseguirlo. No sé si fue por el frío de aquel invierno tan hostil y crudo, por la falta de su compañía o por ambas cosas, que le velé el sueño al reloj que colgaba en una de las paredes, con las manecillas siempre quietas en los mismos números. Recuerdo que muchas de esas noches él llegó sin anunciarse, porque al igual que yo, tampoco podía dormir. Bastó entonces estar cerca, entibiar nuestros cuerpos y en aquella justa y perfecta armonía darnos cuenta que nos pedíamos, nos exigíamos, centímetro a centímetro, en toda la extensión de nuestra piel. Mi cintura en el frenético buscar de sus manos, su aliento cálido y tibio ávido por arrullarme, como canción de cuna en mi oído.  Así, sin mediar casi palabras, solo con la mirada nos hablamos muchas noches en las que el insomnio era guía de su deseo y del mío.

Son muchas las noches que se guardan en ese mueble, insignificante para todos. Si el sillón rojo pudiese hablar, estoy segura callaría para tener el placer de abrigar y atesorar solo él, el torbellino de sensaciones y emociones que el hombre que amé y yo vivimos con su complicidad. Fuimos amantes que no sabían a ciencia cierta si la siguiente noche volverían a encontrarse para compartir ese espacio, ese tiempo. El sillón rojo también lo ignoró, por eso esperó cada anochecer de ese invierno cruento, como esperan los árboles ver caer sus hojas con el viento, como espera el navegante escampar la tormenta. El sillón rojo, ver llegar a sus puntuales compañeros de desvelos.
 
A pesar de todo,  la noche menos pensada y temida de ese día tan pensado y más temido,  llegó. Los amantes no volvieron a encontrarse ni en las noches, ni en los días. Ni para contarse historias, ni para ver televisión, ni para darse más calor. Desaparecieron como el conejo en el sombrero del mago, así de repentino, así de rápido.

Entonces el sillón rojo se sintió solo, ya nadie le hizo compañía. Ni el televisor, ni el hombre, ni la mujer en vigilia. Nadie lo ocupó y pasó las noches sumergido en la soledad más profunda, convertido ahora en una suerte de perchero horizontal, preguntándose qué fue de los amantes. Fue él -el sillón- entonces quien sintió frió y no hubo nadie que pudiese consolarlo y que le diera calor. Nadie que le explicara qué había pasado con los amantes.
¿Qué había hecho mal? ¿En qué había fallado? Si durante todo ese tiempo solo se había dedicado  a resguardar y cobijar con vehemencia esos dos cuerpos acoplados.
Súbitamente su color rojo brillante enmudeció. Su suavidad se enrareció. Podría decirse que envejeció.
 
Hasta la fecha el sillón rojo sigue conmigo. Ahora ha cambiado de habitación. Lo ocupan tres niños. Brincan y duermen en él. Derraman leche y jugo sobre sus telas. Nadie sospecha -ni grandes ni chicos-  que aún con el paso del tiempo el sillón rojo continúa formulándose las mismas preguntas, haciéndose los mismos reproches, en espera de los mismos amantes, sin más testigo que el silencio.

El sillón rojo perdió vida. En él se detuvo el tiempo, un poco como en mí. En la espera.


Pintura: Javier Parra "Mujer sobre sillón rojo." (2013-España).

martes, 21 de julio de 2015

Separarme de ti.


Me separaré de ti cuando la luna haya dejado de iluminar la Tierra y el mar haya dejado a las rocas secas. Cuando las páginas de los libros pierdan  su olor a almendras. Cuando un niño no necesite del arrullo de su madre en una noche de tormenta.  Ese día he de separarme de ti.

Y no ha de ser porque ya no te quiera, o porque al recorrer con tus dedos los rincones de mi cuerpo, éste ya no se estremezca. O porque mi pensamiento vuele como un ave extraviada en el firmamento, hacia otra dirección. Cuando yo me separe de ti, será porque la chispa ya no hace arder los troncos de la hoguera, porque al caminar sobre la arena húmeda de tu cuerpo, mis huellas no queden impresas, llenas del agua de mar que las besa.

El día que me separe de ti, será por la impaciente, insoportable e inútil  espera de no recibir tus letras a través del pergamino que lleve en su pico una paloma mensajera. Por no poder perpetuar tu abrazo en las noches insomnes, solitarias y  silenciosas y tampoco tus besos, que sirven para  alimentar y nutrir mis despertares, como el agua los manantiales. 

Sé que el día que me separe de ti, será por la amarga ironía de querer tenerte y no poder sentirte en mi cama, entibiando las sábanas, enmarcando mi cuerpo húmedo y lascivo, ávido de tus fluidos, tus ardores y tus gemidos.

Sí, cuando yo me separe de ti, no será porque haya dejado de quererte, será si acaso todo lo contrario. Lo haré para suspender el espejismo de tu ausencia. La falta del peso tu aroma y de tu nombre. Para compensar el que tus huellas dactilares ya no dibujen tus arrebatados sueños con caricias, sobre el papel en blanco que fue  mi espalda, la que tantas veces me dijiste adorabas.

Entonces, ese día, el día que me separe de ti, tu aliento, tu mirada,  tu viscosidad derramada, serán solo el recuerdo de un bello y desordenado conjuro quimérico, que se perderá como el eco de mi grito  en la montaña. Entonces, por favor te pido: no me empujes a otros, no me animes a dejarte. Con nadie podré encontrar la intimidad que juntos, tú y yo hemos construido al paso del tiempo, de la convivencia, de los momentos de amargura –unos- y felicidad desbordada –otros-. Sigamos por donde mismo. Fundiéndonos en un mismo corazón, una misma mente, un mismo espíritu. Qué lo único que me lleve a separarme de ti, sea la muerte, sinónimo de tu olvido.


Imagen: Edgardo Maya

sábado, 18 de julio de 2015

Confianza.


Todas las mañanas me despierto con el firme propósito de encontrar la confianza perdida en ti. ¿Dónde se escondería? Quizá detrás de la puesta de sol; oculta en las  notas  del canto nocturno del grillo que arrulla mis sueños;  en el murmullo melancólico de las olas del mar al acariciar la arena tibia, o en el triste lamento de la música de Cello que de tarde en  tarde me acompaña.

Tal vez la confianza se quedó en la banca del parque donde me quedé esperándote esa fría tarde de otoño, junto al libro que leía para distraerme del tic tac de mi reloj que insistía en hacerme sentir vacía. O quizá la confianza se quedó en los besos que probé de ti, tan amargos como tu recuerdo. Tan secos como el desierto donde vivo y todavía más añejos que las memorias de mi anciano abuelo.

La quise encontrar en el cigarrillo que dejaste sobre la mesa de noche después que hicimos el amor y que se consumió de forma lenta y pausada, mientras me acurrucaba entre tus brazos y cuya colilla guardo en el cajón de esa misma mesa, y que todas las noches saco para pegarla a mis labios y volver a sentir los tuyos, húmedos y ardientes.

También la he buscado en la tarde que pasamos juntos tirados en la alfombra roja de la sala, dejando correr el tiempo, mientras de tu voz emanaron nuestros poemas preferidos de Neruda.

Sí, haciendo memoria he pensado, que la confianza de seguro pude haberla olvidado en la barra del bar donde nos citamos esa noche a una hora en la que la mayoría de las personas dormían. La noche donde juntos, hombro con hombro nos dijimos -junto a la barra y el barman de testigo- lo que hasta ese momento no nos habíamos atrevido: que éramos o somos tan distintos. Divergentes como los rayos del sol, como el blanco y el negro, como el calor y el frío.

Quizá la confianza se quedó en las cuerdas de la guitarra del hombre viejo, que las rasgó haciéndolas sonar con tanto dolor, a punto casi de extraerles una lágrima, un gemido lacónico y melancólico, pero exclusivo, a la salida de aquel bar, en aquel encuentro, aquella noche. ¿O por qué no? En el eco de tu voz, gruesa, penetrante, que cantó para mí y que la brisa de la noche -que estaba por terminar o de la mañana por iniciar-  se llevó para dejar caer en la quietud del pueblo que aún dormía, de sus moradores, arrullándolos en sus últimas horas de sueño.

Quiero creer que la confianza se quedó en el aroma de tu perfume mezclado con el de tu piel, ese mismo olor me demandó  querer estar pegada a tu cuerpo todo el día y siendo así, quizá yo misma me la llevé al acercarme y recorrer con la nariz el lóbulo de tu oreja, tu mejilla y tu cuello y, en un estornudo, la confianza se disipó en el cosmos y ahora sigue viajando en forma de micro-partículas por lugares lejanos, tan lejanos que ya no ha encontrado el camino de regreso.

Se me ocurre que debería buscarla entre las sábanas níveas de mi cama, entre esas que envolvieron tu cuerpo y el mío entrelazados. Qué atestiguaron cómo mis pies buscaron los tuyos y  jugaron con ellos. Sábanas que mudas como la banca del parque, como la piedra del camino, presenciaron nuestro abandono, tú por mí, yo por ti, ambos muriendo y resucitando poco a poco.

O quizás esa confianza que sigo buscando, se quedó hundida en la blanda espesura de la almohada donde reposaste tus pensamientos llenos de mi memoria y que sigue guardando tu aroma, aunque tu sudor ya se haya secado.

La confianza se fue tal vez, en las notas de nuestra canción preferida, las que no una, si no  muchas tardes nos sedujeron, como lo hacen las de una flauta con la serpiente.

O ya, para no seguir pensando más, la confianza se quedó en la banca donde ahora me encuentro escribiendo. La misma de esa noche silenciosa y tranquila del mes de diciembre, que ebrios no solo de alcohol, sino de la sensación de placer que nos infundía nuestra mutua compañía, compartimos, y que sigue en el mismo parque, en el mismo sitio, rodeada de los mismos árboles esperando nuestro regreso.

Trato de recordar donde pudo quedar, extraviarse, volar, esfumarse.

En los besos, ¿no quedaría ahí? Entre nuestra saliva espesa y filamentosa o en nuestra lengua combativa. O en el incontenible y apagado gemido de amor a través de nuestros labios entreabiertos.
He buscado esa confianza perdida en los bolsillos rotos de mi viejo pantalón de mezclilla. En mi bolso de mano color amarillo. En el estuche de mis anteojos de sol. En la guantera de mi auto. Entre mi ropa revuelta sobre la cama sin hacer. En las páginas de mi libro favorito que reposa sobre la mesa de noche. En la tenue luz de la lámpara que me saca de las tinieblas cada madrugada. En el aroma del café reciben colado. En la tinta negra de la pluma con la que escribo. En las notas de la canción que en este momento escucho. En el suave viento que me toca. En el sol que me calienta. En la lágrima al recorrer mi mejilla. En los incesantes retumbos de mi corazón inquieto. En mis pensamientos vagos, confusos, inciertos. En mi sombra que me sigue sin tregua ni descanso. En los vertiginosos sueños que persigo. En la sangre que transita por mis venas.

Mas no, no doy con ella. Quizá sea porque te la has quedado y la has escondido bajo una coraza de donde no puede escapar.

Sí, sí, eso debe haber sido, tú  las has tenido y no deseas regresármela.


Pintura: Vincent van Gogh. Banco de piedra en el jardín del Hospital de Saint-Paul (Holanda, 1889)