Hoy
fui al doctor. Ya no resistí más.
Después
de un examen clínico minucioso, de no dejar pasar ningún detalle, el especialista
en enfermedades del corazón me envío con la enfermera para que me realizara un electrocardiograma.
Minutos
más tarde –y yo todavía en bata- cuando el doctor se presentó en el cubículo,
su mirada severa se posó en mí y, al tiempo que se rascó la cabeza, también aclaró
la garganta –dos veces- y se acomodó los anteojos. Todo en un ritual que me
pareció rutinario.
Dirigió
entonces su mirada por primera vez a aquel papel angosto y largo que sostenía y
extendía entre sus manos –mi recién salido trazo electrocardiográfico-. Alcancé
a ver solo líneas que subían y bajaban, a decir verdad, no me significaron nada.
El
doctor suspiró, me miró de nuevo –como dándose valor- y por fin me dijo:
<<Su
examen físico es normal y el electrocardiograma no revela ninguna
alteración>>.
-¿Y
entonces? Inquirí ansiosa, cuando apenas él terminó la frase.
<<Su
dolor en el pecho no es físico ni orgánico>>, dijo de manera categórica
el cardiólogo, y continuó:
<<Ese
dolor que usted siente, esa sensación de ahogo, de que algo le lastima, aunado
a la falta de apetito; ¡ah! Todo es muy claro. El diagnóstico es sencillo, se
llama tristeza. Reconozco bien esos síntomas. Hace mucho tiempo, cuando era
apenas yo un estudiante de medicina lo experimenté y créame, no hay mejor
medicina que el tiempo para sanar esta terrible mas no por ello incurable
enfermedad>>.
Yo
lo escuché y no pude decir nada, únicamente sentí cómo todo se volvía aún más
agudo.
La
enfermera me indicó que podía vestirme, mientras que el viejo en el arte de
curar dolencias cardiacas, doblaba con sumo cuidado el papel del
electrocardiograma que me entregó al traspasar yo, el biombo que hacía
de vestidor.
Me
dijo: <<cualquier otra cosa que se
te ofrezca estoy a tus órdenes. Por ahora relájate y tómate algo fuerte; el
tequila ayuda mucho en estas circunstancias>>.
Dio
media vuelta y salió despacio, con paso lerdo pero seguro, con el cuerpo
encorvado y ambas manos metidas en los bolsillos de su impecable y almidonada
bata blanca.
La
enfermera también se retiró –al parecer yo había sido el último de sus
pacientes-.
Permanecí
ahí un tiempo más, sentada en la camilla, en silencio, sintiendo mi intenso dolor en el pecho, la sensación de
ahogo y eso que no sé que es, pero que todavía me lastima. El murmullo de las
voces de lo pacientes que esperaban en el pasillo, aminoró.
De
pronto, un escalofrío recorrió mi cuerpo y tuve la sensación de que
alguien permanecía junto a mí.
<<En
esto, todo es cuestión de tener paciencia. Y sí, el tiempo es el mejor
paliativo. Aunque sus cucharadas sean amargas hay que tragárselo sin chistar.
De nada vale resistirse, inquietarse, desesperarse, si al final de cuentas él
anda por la vida sin importarle nada. A su ritmo, a veces lento otras muy
rápido. Lo conozco muy bien. Es infalible, seguro para curar. Para
llevarme con él y suplantarme por el olvido. Que dicho sea de paso, no es tan
inocuo -el olvido- como algunos –tú misma- quieren creer. También invade y lesiona. Sí, sí,
menos perceptible, sin embargo, pertinaz. Deja grandes cavidades llenas de
vacío.
Pero
bueno, tú debes irte, porque allá afuera a nadie le importa lo que te pasa.
Debes continuar con la rutina; debes seguir sonriendo cuando quieres
gritar; debes seguir hablando cuando lo
único que anhelas es el silencio protector. Teniendo que aguantar mi molesta e
invisible presencia. Con todos, ante todos.
Debes
continuar, eso es lo que se debe hacer en estos casos, solo eso,
continuar…>>
De
pronto, el extraño monólogo de una voz salida de no sé donde, fue interrumpido
por el intendente, que silbando entró al consultorio con trapo y trapeador en
mano. Ambos nos sorprendimos.
Sin
mediar palabra, tomé mi bolso lo más rápido que pude, eché en él mi electrocardiograma y salí con esa
intimidad que mi amiga, la –incómoda- tristeza y yo, habíamos empezado a tener.