No, no es que no
me guste verte -como evitarlo-, ni hablarte -si mi voz solo sabe pronunciar tu
nombre-, ni escuchar tu respirar -si mi aliento desea confundirse con el tuyo
por las madrugadas-, ni el sonar de tu risa -si me afano en decir tonterías-.
No es que no me
guste la manera en que fumas ni como bebes. No, no es eso. Si a diario deseo
ser yo a quien inhales, ser yo quien te moje por dentro en cada trago.
Es solo que
prefiero imaginarte entre mis labios secos, ávidos de tu saliva, elixir de mi
obcecado placer.
Prefiero
concebirte enredado en mis cabellos sueltos y dispersos sobre las sábanas
blancas. Mientras tú, como presa salvaje, indómito; retozas y cabalgas entre
los llanos y colinas de mi cuerpo. Hasta terminar subyugado, rendido en el
lúbrico y recóndito pantano de la lascivia.
O anclado en el profundo
mar de esta pasión que me abrasa y me rebasa. Saberte entre mis muslos -espacio
virtual de tu deseo- impaciente, penetrante,
agonizante. Dejando en mí, la estela viscosa de lo más íntimo de tu ser
hegemónico y fascinante y único y etéreo.
Y en ese
visualizarte callado y desarmado, abrazado a mi cuerpo; también sentirte, húmedo
y tibio, a la vez que te admiro, te susurro, te agradezco.
Es por ello que
te pido me dejes seguir imaginando –te-. Ahí, en mi idealización por ti, no hay
cabida para reclamos, no existen resquicios por donde se filtren tu inseguridad
y tu absurda celotipia, certeros dardos que me quebrantan y cerceran.
Mientras
imagino, tratemos de llenar el abismo insondable en el que caemos cada noche
antes de dormir, en la espacio formado por nuestra –todavía- cama.
Imagen de: Toulouse lautrec carteles.