Vine a vivir a estas tierras tan llenas de sol y desolación, sólo por el inmenso amor que sentía por Pierre, mi amado esposo. A él le tocó cumplir la dura y difícil encomienda de echar a andar El Boleo, era el año de 1885.
Me llamo Hélène Escalle y mi único deseo al escribir, fue mantener el lazo de amor con mi familia y amigos que quedaron atrás, en mi bella y añorada Francia. Las cartas fueron entonces, el único medio posible.
Durante mis días fui testigo del progreso tan importante que experimentó un pueblo que brotó entre el cobre, en el más árido de los desiertos, acogido por lo poderosos brazos de un sol inclemente. Así, en estas 24 epístolas revivo desde otra mirada, lejos de la de los hombres, mi mirada; la vida y costumbres de una raza hasta ese momento extraña para mí.
Durante los dos años que permanecí en El Boleo, no tuve mayor consuelo que escribir, arrebatándole tiempo al tiempo para lograrlo -ya que todo lo contrario de lo planeado, tuve que inmiscuirme en tareas no propias de mi clase social-. Cartas que el Korrigan se encargó de llevar a su destino a través de un mar a veces calmo, otras intempestivo. Algunas veces falló, pero siempre hubo otros aunque más pequeños, que cumplieron la enmienda, llevando así mis letras a sus destinatarios. Imaginen pues lo que significó para mí ese barco.
Al llegar aquí me enfrenté a cosas inimaginables, yo, una mujer acostumbrada vivir en la comodidad, amante de las tertulias, la música clásica, de tocar el piano y de la magnífica comida francesa. Mis esfuerzos por adaptarme a esta vida parca y monótona fueron mayúsculos: Había que racionar el agua, lavar y planchar para evitar que los inconformes causaran problemas a Pierre. El hecho de contar con tan pocas personas con las cuales poder entablar una conversación interesante, me hizo con demasiada frecuencia añorar mi reciente y arrebatada vida en Francia. Sin contar con el agobiante calor.
En este lugar tan apartado del mundo el sol de verano se mostraba siempre implacable, pese a ello, las excursiones que realicé a la pequeña Santa Agueda, las disfruté mucho. Empezando porque la travesía la hacía en mula, atreviéndome en ocasiones a trotar y hasta cabalgar. O los viajes que hice en tren hacia Providencia, de los cuales mis vestidos no salieron bien librados. En esos viajes “ver gentes tan felices a pesar de tanta pobreza, vestidos de manera tan precaria, las mujeres con sus vestidos de indias, sus trenzas y sus pies desnudos, me causó extraña sorpresa. Así como observar a las mujeres ocupadas todas en hacer una masa con la que elaboraron lo que llamaban tortilla. Contemplé sus costumbres religiosas: altares decorados por las mujeres indias con muchos moños de tela sujetos con alfileres, espejos de diferentes dimensiones, grabados, entre muchas otras cosas más. Un poco pagano a mi gusto. En fin, una actitud que rayaba en el fanatismo, era la de esa raza india.
Otro de los ritos que me asombraron, fue el de seis indios que ejecutaron una serie de pasos y gestos, cuya cadencia estaba guiada por el talón. Llevaban una especie de casco animal sobre la cabeza, una camisa muy blanca, un pantalón resplandeciente. Un cinto rojo y negro formaba la parte delantera. Con la mano derecha llevaban el ritmo golpeando una pequeña calabaza llena de balas, ejecutando una música monótona, pero menos agradable y rítmica que la de los violines hechos por los indios.
En El Boleo observé cielos tan llenos de estrellas que bien podía haberme sumergido en sueños sin fin. Me gustaba el mar en calma, y las nubes me dieron muchas veces la impresión de ser pequeños peces coloreados. Cuando el Korrigan arribaba y la correspondencia me era entregada, mi corazón rebozaba de alegría y mi mente pensaba: “que bien se prueba en el exilio, el no sentirse olvidada”. Las cenas se organizaban para celebrar bienvenidas, algunas despedidas, o para halagar a invitados especiales que visitaron por primera vez El Boleo. Estas me llenaban de regocijo. Fueron oportunidades perfectas para recrear ese ambiente tan añorado. Las tertulias, la cenas y bebidas abundantes, sirvieron de respiro y mitigaron un poco la ansiedad de un deseo hasta ese momento no cumplido, el regreso a mi patria. Bailar, cantar, tocar el piano, escuchar música clásica, poesía, todo parecía perfecto.
Por otro lado, la estancia en este pueblo también mermó el carácter de Pierre, se convirtió en una persona más sombría, de carácter gris. Eso no fue mas que por la carga que sobre sus espaldas llevó, al dirigir los pesados destinos de El Boleo. Y a nadie le preocupó tanto esa situación, como a mí.
En las largas y extenuadas cartas que escribí, se me fueron dos años de vida, ¿para qué? A finales de 1888 tuvimos que salir a toda prisa de El Boleo, justo cuando el invierno se dejaba sentir más crudo, todo a causa de una injusticia de la cual fue víctima Pierre.
Sólo penas y tristes recuerdos nos quedaron de este lejano lugar.
Fue difícil recuperar la estabilidad económica, volver a formar un hogar, reunir a mi familia allá en Francia. Por desgracia Pierre murió mucho antes que yo, y desde entonces me mudé a vivir con una de mis hijas. Hasta que el 8 de septiembre de 1920 frente a mi mar, mi alma se desprendió de mi cuerpo en un último aliento, llevándome los recuerdos del pueblo que se abrió paso en medio del más inhóspito desierto, de sus indios Yaquis, su gente mestiza, recios todos y cuyo sudor mojó estas tierras a la cual se aferraron.
Lectura recomendada: Una mirada de mujer sobre el mineral El Boleo: las cartas de Hélène Escalle 1886-1889.
Fotografía: Edgardo Maya Martínez LDI
Fotografía: Edgardo Maya Martínez LDI