Cuando murió mi madre yo no pude estar con ella. Por azares del destino
tuve que trasladarme el mismo día de su muerte a otra ciudad.
No pude participar del dolor colectivo del sepelio.
No pude seguir el cortejo por las calles de la ciudad, abrazar a familiares, arrojar una flor ni un
puño de tierra sobre su ataúd.
Lo cierto es, que mientras ella era dejada bajo un montón de tierra, yo dejé
algunos centímetros cúbicos de orina en un vasito para un examen toxicológico,
tracé toda clase de líneas y círculos en una hoja blanca y contesté un si
o un no en un cuestionario de varias
hojas, correspondiente a un examen psicométrico.
Todo eso me llevó tres horas y media. Tiempo suficiente para separarme de
manera definitiva de mi madre.
Fue tanta mi angustia ante la idea de la eterna separación y tan
grande la frustración de no poder estar junto a ella, que lo único que se me
ocurrió para darle sosiego a mi desesperación fue escribirle una carta. Única manera de otorgarle un poco de consuelo a mi
quebrantado estado anímico.
Escribí y lo envíe a una de mis sobrinas, para que lo leyera en voz alta
al terminar la misa de cuerpo presente, allá, en la tierra donde nací, crecí y
dejé lo que entonces fui.
Aquí la comparto.
Querida madre:
Hace casi doce horas que te decidiste a dejarnos y yo cruzo el desierto y
mi mar en sentido opuesto a donde tú estás. La vida no puede resultarme más
irónica.
Yaces ahí frente a todas las personas que te quieren y que considero afortunadas. Ellas, quienes tienen el tiempo y espacio para llorar (te) y darse mutuo consuelo.
En cambio yo… estoy aquí en este vehículo que corre a toda velocidad sobre
el asfalto; en una tarde donde el sol no sabe si ponerse o también llorarte.
Viajo pegada al asiento trasero de un automóvil ajeno, con todo el otoño
cayéndome encima mientras me murmura tu nombre. Permanezco inmóvil y con la vista
fija en el desierto. Me debato y pierdo en el remolino del silencio y la ansiedad por no poder volar cual libélula hacia ti, a tu última morada.
Traigo un nudo apretado en la garganta. Qué mala jugada ésta de la vida.
Tener que tapar lo que siento con un montón de silencio. Me he quedado en el
limbo. A mitad del camino. Con el llanto sin desbordar, ahogada en un grito que
lleva las seis letras que forman tu nombre y que nunca pronuncié, preferí llamarte solamente mamá.
Tu muerte es para mí espejismo; duelo sin compartir; holocausto
interno.
Cuando te dejé hace apenas una semana, es cierto, ya no eras tú. Habías
emprendido el viaje hacia tu destino final por el oscuro camino del delirium. A
pesar de ello, esa noche,
(la última que compartimos) pronunciaste dos veces mi
nombre. Porque tu corazón aún latía y el corazón de una madre nunca se
equivoca.
Es ahora cuando agradezco poder escribir. Hace un par de
meses te dije que había aprendido a escribir para que no me ahogaran las
palabras. En estos tristes instantes esa frase cobra su real sentido.
Porque las
letras han vuelto a ser mi tabla de salvación. Sin ellas no estaría aquí, aunque con otra voz, frente a tu cuerpo inerte a pesar de encontrarme a
más de mil kilómetros de distancia.
Sin las palabras formadas con las letras que tanto trabajo me han costado
reunir, mi cuerpo en ruinas yacería bajo los escombros del dolor que me genera
tu partida.
Pese a eso: ¡aquí estoy madre, desbordando mi pena, tratando de alguna
manera compartirla con quienes también te aman, lloran, sufren y lamentan tu
muerte! Escúchame…
Te agradezco la vida
que me diste, tu silencio y discreta presencia. Tus oraciones, tu fe e
incondicional confianza a pesar
de que hace mucho dejé de ser la misma que salió de tu casa en busca de
porvenir. Fíjate, hoy hasta un tatuaje tengo. Sin embargo, lo único que no dejé
mi dejaré de ser es hija. Tu hija, que te quiere, querrá siempre.
Gracias madre, porque sólo esperaste mi liberación para entonces ahora si, liberarte tú, soltar el cuerpo que te ató a la vida
terrenal ya sin sentido.
Así, el vehículo en el que me transporto recorro rectas, curvas y vados a todo velocidad, mientras yo llevo la imagen de tu rostro congelada en mi memoria.
A su paso te extrañan el desierto y su indescifrable magia, el mar con sus
olas, con sus playas y arenas. El cielo, las estrellas y luna que ansiosas ya
te esperan.
Gracias por todo.
Tu hija, Patricia.