lunes, 7 de noviembre de 2016

A la distancia.


Cuando murió mi madre yo no pude estar con ella. Por azares del destino tuve que trasladarme el mismo día de su muerte a otra ciudad.
No pude participar del dolor colectivo del sepelio. No pude seguir el cortejo por las calles de la ciudad,  abrazar a familiares, arrojar una flor ni un puño de tierra sobre su ataúd.
Lo cierto es, que mientras ella era dejada bajo un montón de tierra, yo dejé algunos centímetros cúbicos de orina en un vasito para un examen toxicológico, tracé toda clase de líneas y círculos en una hoja blanca y contesté un si o  un no en un cuestionario de varias hojas, correspondiente a un examen psicométrico.
Todo eso me llevó tres horas y media. Tiempo suficiente para separarme de manera definitiva de mi madre.
Fue tanta mi angustia ante la idea de la eterna separación y tan grande la frustración de no poder estar junto a ella, que lo único que se me ocurrió para darle sosiego a mi desesperación fue escribirle una carta. Única manera de otorgarle un poco de consuelo a mi quebrantado estado anímico.
Escribí y lo envíe a una de mis sobrinas, para que lo leyera en voz alta al terminar la misa de cuerpo presente, allá, en la tierra donde nací, crecí y dejé lo que entonces fui. 

Aquí la comparto.

Querida madre:

Hace casi doce horas que te decidiste a dejarnos y yo cruzo el desierto y mi mar en sentido opuesto a donde tú estás. La vida no puede resultarme más irónica.
Yaces ahí frente a todas las personas que te quieren y que considero afortunadas. Ellas, quienes tienen el tiempo y espacio para llorar (te) y darse mutuo consuelo.
En cambio yo… estoy aquí en este vehículo que corre a toda velocidad sobre el asfalto; en una tarde donde el sol no sabe si ponerse o también llorarte. Viajo pegada al asiento trasero de un automóvil ajeno, con todo el otoño cayéndome encima mientras me murmura tu nombre. Permanezco inmóvil y con la vista fija en el desierto. Me debato y pierdo en el remolino del silencio y la ansiedad por no poder volar cual libélula hacia ti, a tu última morada.

Traigo un nudo apretado en la garganta. Qué mala jugada ésta de la vida.

Tener que tapar lo que siento con un montón de silencio. Me he quedado en el limbo. A mitad del camino. Con el llanto sin desbordar, ahogada en un grito que lleva las seis letras que forman tu nombre y que nunca pronuncié, preferí llamarte solamente mamá. 

Tu muerte es para mí espejismo; duelo sin compartir; holocausto interno. 

Cuando te dejé hace apenas una semana, es cierto, ya no eras tú. Habías emprendido el viaje hacia tu destino final por el oscuro camino del delirium. A pesar de ello, esa noche, 
(la última que compartimos) pronunciaste dos veces mi nombre. Porque tu corazón aún latía y el corazón de una madre nunca se equivoca. 
Es ahora cuando agradezco poder escribir. Hace un par de meses te dije que había aprendido a escribir para que no me ahogaran las palabras. En estos tristes instantes esa frase cobra su real sentido. 
Porque las letras han vuelto a ser mi tabla de salvación. Sin ellas no estaría aquí, aunque con otra voz, frente a tu cuerpo inerte a pesar de encontrarme a más de mil kilómetros de distancia.
Sin las palabras formadas con las letras que tanto trabajo me han costado reunir, mi cuerpo en ruinas yacería bajo los escombros del dolor que me genera tu partida.  
Pese a eso: ¡aquí estoy madre, desbordando mi pena, tratando de alguna manera compartirla con quienes también te aman, lloran, sufren y lamentan tu muerte! Escúchame…

Te agradezco la vida que me diste, tu silencio y discreta presencia. Tus oraciones, tu fe e incondicional confianza a pesar de que hace mucho dejé de ser la misma que salió de tu casa en busca de porvenir. Fíjate, hoy hasta un tatuaje tengo. Sin embargo, lo único que no dejé mi dejaré de ser es hija. Tu hija, que te quiere, querrá siempre.
Gracias madre, porque sólo esperaste mi liberación para entonces ahora si, liberarte tú, soltar el cuerpo que te ató a la vida terrenal ya sin sentido. 
Así, el vehículo en el que me transporto recorro rectas, curvas y vados a todo velocidad, mientras yo llevo la imagen de tu rostro congelada en mi memoria.
A su paso te extrañan el desierto y su indescifrable magia, el mar con sus olas, con sus playas y arenas. El cielo, las estrellas y luna que ansiosas ya te esperan. 

Gracias por todo.
 


Tu hija, Patricia.





miércoles, 2 de noviembre de 2016

Eleazar y Carmen



Los dos se fueron; cada uno a su modo y por su lado. Egoístamente, cómo lo hacen todos. Sin pensar absolutamente en nada.

La personalidad de cada uno afloró hasta el último día de sus vidas.

Él, cortó de tajo su existencia, sin autorización ni consentimiento de nadie. Voluntariosamente, sí, muy a su estilo. Terminó de sopear el pan que había hundido en la taza de café y ni adiós dijo. No se tomó la molestia de despedirse. ¿Para qué? Imagino que se habrá preguntado. Se dejó, simple y de manera llana, caer sobre el abismo de un suelo frío y duro. Lo recibieron las baldosas mirándolo de frente, sin  esquivos. No sé porqué me extraña tanto, siendo como era. Siempre impulsivo.

Ella, todo lo contrario. Lo hizo de manera más meditada, lenta y concienzuda. Muy a su pesar.
Dio tiempo a que casi todos nos despidiéramos de ella. Escuchó nuestras palabras queriendo infundirle ánimo. Risa, rezos y hasta llanto. Nos permitió tocarla. Así pudimos posar nuestras manos en las suyas y darle calor. No quiso o no pudo poner resistencia a quienes le hablaron quedo al oído, murmurándole un amor infinito. Los labios de algunos besaron mejillas y frente, humedeciendo su piel reseca y áspera, sedienta de descanso. Otros, no se conformaron sólo con eso, la abrazaron como queriendo  retener hasta los últimos latidos y respiros de su frágil cuerpo. Todo, antes de que se perdiera en el vaivén del desconcertante delirium; que cual ola de mar, golpeó la roca que los que la acompañamos fuimos, dejando a unos más que a otros erosionados, deformes, huecos y vacíos.

Así fue para mí.

Ambos se fueron y me dejaron dando vueltas alrededor y sobre un círculo inconcluso. Con la eterna frustración de un adiós incompleto o no concluido. Con las emociones todas, peleando por emerger cual burbuja a la superficie.
Sin sentido.




Ilustración: Israel Barrón.