Era
una tarde de primavera y el sol aún no se ponía. En el ambiente el aroma a
flores vibraba al tiempo que se esparcía, movido por la casi imperceptible
brisa de un mar obsequioso. La calle vacía de transeúntes, arrullaba a perros y
gatos que parecían haber olvidado por un momento sus rivalidades.
Yo
fui a despedirme de él. A decirle que lo sentía. Que no lo olvidaría. Que la
vida se impone en muchas cosas y en otras tantas, nuestros propios deseos.
Golpeé
la puerta del patio de su casa hasta sangrarme el puño. Concentré en cada uno
de los golpes todas las ansias que en esa época se removían en mis adentros
como larvas, y carcomían lenta pero eficazmente mi ser interno. La puerta no se
abrió, todo lo contrario; permaneció estoica, íntegra, inerte y fulgurante.
Como
si tuviese vida la reté con la mirada. Toda la madera que la constituye se
burló de mí. Al menos eso imaginé.
De
pie, a escasos centímetros de la puerta, escuché el olfateo del perro que
pareció reconocer mi presencia allí afuera, porque lloró y rascó. Con voz queda le hablé a su mascota –que más lloró
y rascó- como lo hice tantas veces mientras se tendía a mis pies, para que le acariciara, bajo la sombra del robusto árbol de mango y al compás del suave
balanceo de la poltrona, herencia familiar, según supe una de tantas tardes.
Al
fin su mascota se cansó o terminó por darse cuenta que por más que se
esforzara, no podría posar sus enormes patas en mí y en mi ropa limpia. Dejó
entonces de rascar, olfatear y llorar y escuché cómo, con andar parsimonioso se
alejó.
El
silencio se hizo presente otra vez, interrumpido casi de ipso facto, por una
canción de moda proveniente de la casa vecina. Mientras tanto, yo seguía ahí, ante
aquella fortaleza, con las manos sudorosas y doloridas. Con el corazón
contrito, latiendo con rudeza. Áspero. Inquiriéndome por qué él no decidía salir.
Ignoro cuánto tiempo habría transcurrido hasta que me convencí que lo esperado no sucedería.
El
horizonte que abrazaba al sol que sucumbía, parecía sangrar y desbordar por el
cielo filamentos exangües y finitos.
Un
cataclismo crepuscular hermoso y efímero. Algo parecido al amor.
El
tiempo se había devaluado –cual peso frente al dólar-.
Así,
de esa magnitud fue que me perdí en mis cavilaciones frente a su puerta,
apretando fuerte contra el pecho los libros –que le llevaba porque le
pertenecen- como si quisiese guardar en ellos mis latidos y respiración,
para el día que él los abra, me lea.
Sin
tratar de contener las lágrimas dejé que éstas fluyeran. Lloré sin consuelo,
como se hace ante lo irremediable, ante la sensación de vacío. Como se le llora al amigo o amiga que se pierde. Lloré porque entendí
que para él no hizo falta despedida alguna.
Ante la separación todo estuvo
dicho.
La
decepción y desilusión terminan con cualquier sentimiento, incluso el amor.
Sequé
mis lágrimas y me di media vuelta para regresar por donde llegué; en ese
brevísimo instante alcancé a ver a través del resquicio formado por la puerta y
uno de sus marcos, una silueta alargada. Sombra que apenas respiraba. Era él,
indeciso entre salir o no, retenerme o dejarme ir.
Al
final optó por lo último e irónicamente sentí alivio.
Estoy segura que ambos supimos que ni todas las palabras del mundo podrían cambiar el curso de las cosas. Así que termine por irme de ahí. Llegué a casa y dejé sus libros dentro de una caja. Desde entonces yacen en espera que sea el destino el que marque la pauta y puedan volver a donde pertenecen.
Estoy segura que ambos supimos que ni todas las palabras del mundo podrían cambiar el curso de las cosas. Así que termine por irme de ahí. Llegué a casa y dejé sus libros dentro de una caja. Desde entonces yacen en espera que sea el destino el que marque la pauta y puedan volver a donde pertenecen.