Tal
vez la confianza se quedó en la banca del parque donde me quedé
esperándote esa fría tarde de otoño,
junto al libro que leía para distraerme del tic tac de mi reloj que
insistía en hacerme sentir vacía. O
quizá la confianza se quedó en los besos que probé de ti, tan amargos como tu
recuerdo. Tan secos como el desierto donde vivo y todavía más añejos que las memorias
de mi anciano abuelo.
La
quise encontrar en el cigarrillo que dejaste sobre la mesa de noche después que
hicimos el amor y que se consumió de forma lenta y pausada, mientras me
acurrucaba entre tus brazos y cuya colilla guardo en el cajón de esa misma mesa,
y que todas las noches saco para pegarla a mis labios y volver a sentir los
tuyos, húmedos y ardientes.
También
la he buscado en la tarde que pasamos juntos tirados en la alfombra roja de la
sala, dejando correr el tiempo, mientras de tu voz emanaron nuestros poemas
preferidos de Neruda.
Sí,
haciendo memoria he pensado, que la confianza de seguro pude haberla olvidado
en la barra del bar donde nos citamos esa noche a una hora en la que la mayoría
de las personas dormían. La noche donde juntos, hombro con hombro nos dijimos
-junto a la barra y el barman de testigo- lo que hasta ese momento no nos
habíamos atrevido: que éramos o somos tan distintos. Divergentes como los rayos
del sol, como el blanco y el negro, como el calor y el frío.
Quizá
la confianza se quedó en las cuerdas de la guitarra del hombre viejo, que las
rasgó haciéndolas sonar con tanto dolor, a punto casi de extraerles una
lágrima, un gemido lacónico y melancólico, pero exclusivo, a la salida de aquel
bar, en aquel encuentro, aquella noche. ¿O por qué no? En el eco de tu voz,
gruesa, penetrante, que cantó para mí y que la brisa de la noche -que estaba
por terminar o de la mañana por iniciar-
se llevó para dejar caer en la quietud del pueblo que aún dormía, de sus
moradores, arrullándolos en sus últimas horas de sueño.
Quiero
creer que la confianza se quedó en el aroma de tu perfume mezclado con el de tu
piel, ese mismo olor me demandó querer
estar pegada a tu cuerpo todo el día y siendo así, quizá yo misma me la llevé
al acercarme y recorrer con la nariz el lóbulo de tu oreja, tu mejilla y tu
cuello y, en un estornudo, la confianza se disipó en el cosmos y ahora sigue
viajando en forma de micro-partículas por lugares lejanos, tan lejanos que ya
no ha encontrado el camino de regreso.
Se me
ocurre que debería buscarla entre las sábanas níveas de mi cama, entre esas que
envolvieron tu cuerpo y el mío entrelazados. Qué atestiguaron cómo mis pies
buscaron los tuyos y jugaron con ellos.
Sábanas que mudas como la banca del parque, como la piedra del camino,
presenciaron nuestro abandono, tú por mí, yo por ti, ambos muriendo y
resucitando poco a poco.
O
quizás esa confianza que sigo buscando, se quedó hundida en la blanda espesura
de la almohada donde reposaste tus pensamientos llenos de mi memoria y que
sigue guardando tu aroma, aunque tu sudor ya se haya secado.
La
confianza se fue tal vez, en las notas de nuestra canción preferida, las que no
una, si no muchas tardes nos sedujeron,
como lo hacen las de una flauta con la serpiente.
O ya,
para no seguir pensando más, la confianza se quedó en la banca donde ahora me
encuentro escribiendo. La misma de esa noche silenciosa y tranquila del mes de
diciembre, que ebrios no solo de alcohol, sino de la sensación de placer que
nos infundía nuestra mutua compañía, compartimos, y que sigue en el mismo
parque, en el mismo sitio, rodeada de los mismos árboles esperando nuestro
regreso.
Trato
de recordar donde pudo quedar, extraviarse, volar, esfumarse.
En
los besos, ¿no quedaría ahí? Entre nuestra saliva espesa y filamentosa o en
nuestra lengua combativa. O en el incontenible y apagado gemido de amor a
través de nuestros labios entreabiertos.
He
buscado esa confianza perdida en los bolsillos rotos de mi viejo pantalón de
mezclilla. En mi bolso de mano color amarillo. En el estuche de mis anteojos de
sol. En la guantera de mi auto. Entre mi ropa revuelta sobre la cama sin hacer.
En las páginas de mi libro favorito que reposa sobre la mesa de noche. En la tenue
luz de la lámpara que me saca de las tinieblas cada madrugada. En el aroma del
café reciben colado. En la tinta negra de la pluma con la que escribo. En las
notas de la canción que en este momento escucho. En el suave viento que me
toca. En el sol que me calienta. En la lágrima al recorrer mi mejilla. En los
incesantes retumbos de mi corazón inquieto. En mis pensamientos vagos,
confusos, inciertos. En mi sombra que me sigue sin tregua ni descanso. En los
vertiginosos sueños que persigo. En la sangre que transita por mis venas.
Mas
no, no doy con ella. Quizá sea porque te la has quedado y la has escondido
bajo una coraza de donde no puede escapar.
Sí,
sí, eso debe haber sido, tú las has
tenido y no deseas regresármela.
Pintura: Vincent van Gogh. Banco de piedra en el jardín
del Hospital de Saint-Paul (Holanda, 1889)
"Nuestras lenguas combativas..." me gustó esa frase. Saludos, R. Naró.
ResponderEliminarComo aquella noche que te sentí sobre mi, en el suelo de tu casa. Cuando me di cuenta que tus sentidos se habían despertado. Y de ello guardo tu ferocidad
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