Crecí creyendo en princesas y en príncipes azules. Creyendo que ella -la princesa-, era rescatada por él -el príncipe-. Creyendo a la vez, que él, llegaba montado en un corcel blanco, con su espada brillante y una capa de seda azul al viento. Creyendo, sobretodo, que después de casarse, ¡ah! porque se casaban, el príncipe y la princesa vivían felices para siempre.
Soñé tantas veces con
encontrar al mío, a mi príncipe y, noches, tardes y días, lloré a solas porque
eso no sucedía. Siempre llegaban los príncipes al rescate de otras , pasando de
soslayo frente a mí, que con mirada suplicante les pedía ser yo la elegida,
para al final ver la polvareda que dejaba tras de sí, y , para cuando terminaba de limpiarme el
polvo de mis ojos, alcanzar a ver la sombra del caballo blanco que se alejaba y con
dificultad distinguir las siluetas de la pareja que galopaba a la distancia.
Sin embargo, con el paso del tiempo, esta
idea -por fortuna, porque mis ojos ya no aguantaban tanto polvo-
cambió. Esto se generó en mi pensar y en mi sentir, de manera lenta y progresiva, gracias a los
sucesos que durante los años se presentaron en mi vida.
Viví la etapa donde la
mayoría de la mujeres añoramos tener una familia: un compañero, hijos y hasta
un perro. La tuve, incluyendo esto último.
Sin embargo, me di cuenta de
manera retrospectiva que, para lograrlo tuve que empujar más yo, que la otra
parte. Qué muchas situaciones las forcé para que resultaran como lo tenía
planeado, sin que, por desgracia, esto
sucediera así. Esa etapa pasó como un tornado, dejando el caos y la difícil
tarea de reconstrucción – y sí, polvo en mis ojos-. Ahora todo aquello es solo un
recuerdo debajo de una cicatriz queloide.
Con el paso del tiempo, se
presentó una nueva oportunidad de experimentar el amor. La vivencia fue
cegadora, tal vez por el ansia y la necesidad. Fue un amor unilateral, pero que
me devolvió la vitalidad, la energía, en pocas palabras, los deseos de
continuar. Mi corazón volvió a contraerse, volvió a irrigar mis sentidos. Pero
fue tan fugaz y efímero, que no supe qué hacer con lo que esa experiencia me
dejó; tanto, que provocó en mí un descontrol tan mayúsculo, como la decepción y
terminé convertida en un zombie, que vagó muchos días y noches por las calles
empedradas y llenas de polvo, ausente y seca como la corteza de un árbol viejo
a punto de caer en vida.
Todavía quedaban en mí, los
remanentes de un pensamiento arcaico y como tal, pendía de un hilo la idea del
príncipe azul ( capa de seda azul y corcel blanco), mientras me
preguntaba por qué no era como en las películas, por qué en mi historia
no había un final feliz.
El tiempo como siempre, hizo
lo suyo, me recuperé y continué, aunque seguí esperando, lo hacía ya sin tanta ansia, sin
convicción, menos crédula, más cauta, menos soñadora, más
realista.
Al príncipe lo bajé del
caballo y a la princesa la saqué del castillo y los situé en la realidad
Apareció entonces de nuevo el
amor, de la manera y en el lugar menos sospechado. Tan distinto. Con cualidades
que hasta ese momento supe siempre había buscado y esperado. Me dejé tomar de
la mano para ser guiada por su sabiduría y sus enseñanzas. Ante mí, se abrió un
mundo antes inexistente. Y a la vez que recuperé la fe, crecí y me valoré, me
hice consciente de la fuerza de mi espíritu. Fue entonces, hasta este punto,
donde tanto la princesa como el príncipe,
agonizantes… fallecieron.
Nunca estuve más consciente
de la realidad del amor como en aquellos días. Pero… como siempre existe un
pero, esta vez tampoco fue la excepción y con todo y consciencia, sabiendo que
la presencia de él en mi vida solo era pasajera, la decepción no dejó de causar
gran mella en mi estado anímico. Su ausencia me conmovió de manera tan
profunda, que casi juré sería la última vez que sentiría algo semejante. Fue
tanto el escepticismo de la perpetuidad de un sentimiento o una relación, que
creí haber quedado inmunizada contra el amor. Vacunada contra el amor intenso y apasionado. Al amor de roces que electrifican;
al amor de palabras que penetran en el alma y una hendidura del cuerpo; al amor
de locura, de humedad, de licor, de letras, de ternura.
Pero bueno, el tiempo hizo lo
propio, las aguas se serenaron y tomaron su cauce. Me fortalecí, y seguí mi
andar dejando atrás la zona de desastre.
Con el paso de los años la
estabilidad rigió mi vida, de noche y de día. De lunes a domingo.
Ahora estoy consciente de lo
que quiero y de lo que tengo. Del camino y de la compañía que he elegido, tanto, que
no importa lo que tuvo que suceder para haber podido llegar a este punto.
Él, ha encontrado a la mujer
que el amor moldeó, fortaleció y emancipó. Y aunque se recorrieron caminos
estrechos y oscuros, satisfechos estamos ambos, él y yo, porque sin eso no
seríamos lo que somos, no estaríamos donde estamos.
Y donde estamos, no hay un
corcel blanco amarrado en el patio.
Pintura: Paolo Uccello. San Jorge contra el dragón
(Inglaterra, 1456)
Ese es el grave error que comenten los padres con las hijas al siempre llamarlas "princesa". De verdad que las niñas se creen que son princesas y esa creencia se sostiene con los cuentos infantiles como La Cenicienta y Blanca Nieves.
ResponderEliminarNo repitamos más esos estereotipos porque como bien dices, las princesas no existen, por lo menos no en nuestro continente.
Saludos,
Rodolfo Naró