¿Por qué ya no te mueves a mi
alrededor?
¿Por qué cambiaste tu rumbo de
manera intempestiva?
Dejaste de jugar con mi
vestido y de contarme tus secretos. Tus manos ya no se escurren subrepticias
por mi cuerpo. Ni trepas por la reja de la ventana de mi habitación, para
tenderte a mi lado a observar el techo, mientras me cuentas lo que durante el día
has hecho. Tampoco te enredas en mis cabellos, mucho menos en los vellos de mi pubis, como
cuando desnuda me tumbé sobre la cálida roca, en la colina que un poco antes de
tu partida escalamos y donde cual cordero, me inmolé solo para ti.
¿Qué pasó? Mí corazón se
desborda de silencio por tu ausencia.
¿Dónde estás?
Debes saber que te extrañan
las pequeñas hojas del árbol que plantamos un domingo nublado y frío y, que ahora
casi se ha secado.
Te extraña el pájaro con piel de papalote que me compraste en el mercadito del barrio -que ya no existe
porque se quemó-, cuyas alas el viento ya
no ha desplegado.
También te echa de menos el
rehilete de colores que subiste a instalar al techo del departamento, a
fuerza de estarte insistiendo. Sus tristes aspas de madera se han resquebrajado.
Lo mismo sucedió con mi esperanza.
Te extrañan las aguas del mar
que llegan a la orilla de la playa disfrazadas de suaves olas, so pretexto de
acariciar mis pies enfermos. Los que cada día están peor. Fisurados y
sangrantes. Como si en ellos concentrara todas mis angustias.
Te extrañan Coltrane y Davis, Vaughan y Holliday, encerrados en fundas después del viaje que hicieras a Nueva Orleans -de donde me
trajiste una taza-, contenidos en viejos
viniles de 45 revoluciones, que guardo celosamente en una caja de cartón debajo
de mi cama, la que por unos meses compartí contigo.
Al igual te extrañan los ladridos
del perro cuando intenta ahuyentar a algún desconocido que se pasea a deshoras, por
los alrededores del barrio y el canto del gallo de la vecina, que todas las
mañana se paraba –y lo sigue haciendo- en la ventana, a las seis con 10 minutos
y nos servía –me sigue sirviendo- de despertador aun en los días de asueto.
Haz condenado a este viejo pueblo al silencio desquiciante de tu no presencia.
Todo se ha vuelto más
sofocante. El mismo calor que antes disfruté ahora me es insoportable.
Sin embargo y sobre todo, debes saber
que te extraño yo, la mujer que descubriste una mañana a mediados del mes de
junio y de quien preguntaste a otros cuál era mi nombre, qué hacía, por qué no
sonreía. Yo, a quien sorprendiste a
solas en su departamento esperándote, la tarde de exactamente un mes después,
con un vaso de agua fría sobre la mesa de la cocina. Yo, la mujer a la que le robaste un beso, ese beso que de
manera (in) consciente hace tiempo deseaba de ti.
Te extraño todos los días
ajetreados con sus noches solitarias.
Extraño respirarte, olerte,
palparte. Pero en especial, extraño sobremanera escuchar el eco
de tu sonora carcajada al mal contarte un buen chiste, en nuestro cotidiano,
vespertino y parsimonioso andar por la dársena esperando el crepúsculo. Cuando
sentía cómo tu mano derecha me asía con firmeza de la cintura, para llevarme de
manera suave hacia tu cuerpo y me decías
al oído todo lo que me amabas. Qué tiempos aquellos, tú y yo juntos.
¿Por qué te alejaste?
Es irónico, partiste desde ese
mismo muelle -por donde anduvimos tantas tardes- el primer día del frío mes de febrero, seis meses con quince días después de aquella tarde que me sorprendiste en mi departamento, una mañana muy de mañana, cuando casi nadie fue testigo. Y digo casi nadie, porque te vieron las gaviotas
que graznando levantaron el vuelo. Te vieron los peces con sus últimas miradas agonizantes
al ser echados a la cubeta por un viejo pescador ebrio. Ese mismo pescador
–sin quererlo- sirvió de testigo ocular a tu partida y no hizo nada para
detenerte. Sólo tras un eructo, agitó su mano al aire como si se despidiese de
alguien que no eras tú.
Te embarcaste en una gran nave
gris que se dejó arrastrar por las aguas de un mar que me traicionó a pesar de
ser yo quien más le ama.
El grito burlón del barco al
irse alejando de la costa y su columna de humo, mediaron nuestra despedida.
Tu paso por mi vida fue como
un huracán –fuera de temporada- que, en su peculiar ventisca se llevó todas mis
ganas, dejándome desprovista de toda caricia –tuya- y plagada de tantas ansias
–mías-.
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