sábado, 30 de enero de 2016

Nonato.




A los pocos días que le hice saber que estaba embarazada, David concertó una cita en uno de esos lugares en los que dan solución a este tipo de  “problemas”.
No se me olvida el mes y el día, ¿cómo podría? Enero 26.
Ese día nos trasladamos a la periferia de la ciudad, él –David-, me dijo que era un lugar seguro, que  un amigo se lo había recomendado.
Cuando llegamos y nos estacionamos frente al edificio de dos pisos, la sangre se me heló e instintivamente me llevé las manos al vientre. Era un lugar solitario, de fachada gris, sucio, con pocas ventanas. No vi que alguien transitara en ese momento por las calles del barrio. Ni siquiera recuerdo bien la hora, pero estoy segura que el sol ya había caído, aunque aún no oscurecía por completo.

Nos bajamos no sin antes mirarnos él y yo, como si quisiésemos darnos una última oportunidad para alejarnos corriendo de allí. Sin embargo no fue así. Bajamos y David tocó el timbre; segundos después una persona con voz de mujer mayor a través del intercomunicador,  preguntó un número que él le dio de inmediato y tras unos instantes la puerta se abrió en automático.  Dentro reinaba un silencio molesto, de esos que aturden. Tuve la sensación que otros escucharían mis pensamientos. El ambiente era tan frío que sentí miedo y me detuve, mi corazón retumbó y sus ondas rebotaron en las paredes ásperas del inmueble. David tomó mi mano y me sentí arrastrar hasta una pequeña sala donde me pidieron mis generales y luego nos invitaron a sentarnos.  
En la radio,  una canción de los Rolling Stones, “Satisfaction”-cuya melodía suena desde entonces en mi memoria-,  era tarareada en voz baja por la recepcionista a la vez que introducía la información en la computadora. David y yo permanecíamos callados, cada uno hundido en sus pensamientos, esquivando nuestras miradas, sin el valor de vernos a la cara, otra vez.
Tras un tiempo considerable, otra enfermera, joven y de buena apariencia, con voz gentil, dijo mi nombre y me indicó que pasara a la siguiente habitación. Me levanté como autómata dejando atrás al que hasta ese momento creí el amor de mi vida y  al que le dejé muchas de mis ilusiones. Ilusiones que no he podido recuperar.
Ya dentro, me entregó -la misma enfermera amable-, una bata de un blanco desgastado y señalándome el baño con su delicada y autoritaria voz me dijo: “desvístase de la cintura para abajo”. Obedecí, ¿qué otra alternativa tenía?
Al salir ya con la bata puesta, seguí a la enfermera a otro cuarto, el más sombrío de todos. Ahí estaba la mesa donde se llevaría a cabo el procedimiento -¿por qué me cuesta tanto pronunciar la palabra aborto?- Junto a ella, otra mesa pequeña con algo de instrumental, gasas, un tubo de plástico, delgado, un bote de metal; “para los desechos” –pensé-.
Sentí pánico  y sin voz, emití el más terrible grito de desesperación pidiendo ayuda. Volví a llevarme las manos al vientre -aunque la verdad no sé si todo ese tiempo las mantuve ahí, como deseando proteger al pequeño ser que me habitaba, de mí misma.
Tras la única ventana del cuarto, por el resquicio que dejó entre ver la cortina amarillenta que pendía del marco sin cortinero, pude darme cuenta que llovía, llovía a cántaros. Acto seguido, la enfermera me ordenó que subiera a la mesa y me recostara. Yo seguí todas las indicaciones sin chistar.
El frío que invadió mi espalda recorrió todo mi cuerpo hasta nublarme el pensamiento, o quizá esto último fue debido a la inyección que me aplicaron en el muslo.
Perdí la noción de la realidad y a partir de ese instante y  no sé por cuanto tiempo, lo único que identifiqué fueron sombras y voces sonando como  disco de vinil tocado a revoluciones menores. Todo ininteligibles

Recuerdo unas manos grandes, toscas, frías –todo era frío en ese lugar-, tocarme y levantarme ambas piernas para colocarlas sobre las pierneras. Luego esas voces entre ellas, se comunicaron y hasta creo que rieron. Un líquido me escurría abajo, al parecer hacían la asepsia, luego colocaron una sábana sobre mi abdomen. Escuché también ruidos de pinzas y el del aspirador al ser encendido.

Tuve la vista fija todo el tiempo en la lámpara colgante sobre mi cabeza, cuyas luces danzaron frente a mi en forma de rostros de niños que me sonreían a la vez que otros lloraban. De pronto, sentí que algo en mi interior se colapsó, un intenso dolor me invadió y escuché que algo parecido a un gemido salía de mi boca. Fue hasta entonces  que me reconocí y tomé conciencia de lo que había dado inicio. A la par, todo empezó a girar con una rapidez inimaginable. Quise vomitar pero no pude.  Me sujeté entonces de las agarraderas, cuya única función es esa, ser asidas por manos temblorosas que buscan con desesperanza un poco de seguridad. Escuché carcajadas, llantos de recién nacidos, gemidos. Vi el rostro de David haciéndome el amor. Tuve de nuevo sus promesas de amor susurrándome al oído. Me vi con él en el parque que frecuentamos tantas veces y donde hicimos planes para un futuro juntos. En ese parque decidimos hasta el nombre que le pondríamos a nuestros hijos, de él y míos. Todo era tan distinto, porque David,  en ese maldito momento se encontraba esperando fuera, pensando no sé que cosas mientras a mí sobre esa mesa, me arrancaron un trozo de carne irrigada y alimentada por mi propia sangre.
Se quedó en un bote de basura, mi alma y la del pequeño o pequeña que jamás conocería.

Qué cobardes fuimos.

¿Pero por qué? Quizás porque éramos estudiantes universitarios con un futuro prometedor, con una basta cantidad de planes profesionales. O porque el compromiso que él tenía con su esposa fue más gran que el amor que dijo sentir por mí. O simplemente porque la única cobarde fui yo. Por no querer defraudar a quienes me querían. La que no quiso perder su independencia ni deseó verse envuelta en el qué dirán. Me avergoncé  al haber pisoteado los valores morales inculcados dentro de una familia tradicional y conservadora.
Sin duda fui yo la única culpable, nadie más.

De pronto así como inició, el dolor se fue. Todo ruido cesó. Las paredes y el techo dejaron de girar. Las luces se volvieron a reflejar con nitidez en mis pupilas obligándome a entrecerrar los párpados. La voz gentil me trajo de vuelta al mundo real y con ayuda de sus manos suaves y delgadas me prestó ayuda para incorporarme.

De soslayo pude ver gasas impregnadas de sangre roja y brillante. Las arcadas y el vómito se sucedieron de manera casi simultánea, para ir a dar al mismo bote de basura. Cuando el malestar paró, bajé despacio de la mesa, entré de nuevo al baño y me vestí.  Al salir, otra mujer me entregó un paquete que contenía pastillas anticonceptivas  y me indicó la forma de usarlas. La verdad, no le presté atención. Me sentía vacía y dolorida.
Después fui conducida a un cuarto donde había otras mujeres, la mayoría jóvenes también. Me recosté en un colchón o un tapete, no lo recuerdo con certeza, y cubriéndome el rostro con mis manos, por primera vez lloré sólo unos instantes. Cuando otra mujer trabajadora del lugar, se cercioró que estuviera en condiciones, me comunicó que podía salir.
De prisa y sin ver a mi alrededor salí y justo frente a la puerta, del otro lado, parado, con el rostro desencajado y el cabello ligeramente despeinado, David. En silencio nos abrazamos fuerte y lloramos en silencio, tragándonos cada uno el dolor que nos invadía, sin mediar una sola palabra.
Estoy segura que fue desde ese día que perdimos la capacidad de comunicarnos.

Salimos del edificio. Afuera la noche era cerrada mas ya no llovía.

El regreso a casa fue triste. Sin ilusiones, sin planes, tal vez ya sin amor. En la radio sonó irónicamente la canción con la que David y yo nos enamoramos, The flame, de Cheap Trick.
Empezó a llover de nuevo. Tras el cristal, bajo una ciudad lluviosa y muchos kilómetros atrás, se quedó hecho jirones un pequeño corazón que me visita todas las noches preguntándome por qué no lo quise, por qué lo maté.

La relación con David nunca volvió a ser la misma, no porque él no lo deseara; fui yo la que se alejó. Él terminó por cansarse y ya no me buscó.

Pocas veces nos hemos encontrado y cuando  lo hemos hecho, ha sido en restaurantes, los mismos que fueron nuestros preferidos. Él va a acompañado de su esposa y de su pequeña hija. Yo voy en compañía de amigas. Nos miramos y hacemos como que nunca nos conocimos, como que nunca nada nos unió.




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