sábado, 21 de enero de 2017

¿Dónde te encuentro?


Si en el lugar que te dejé ya no estás.
Tu voz se perdió en el cable del auricular que hace meses ya no suena.
No hay ya, distancia que nos separe. No hay llanos, montañas ni valles.
Casi todos los recuerdos se fueron contigo –no quisieron quedarse-.
Me cuentan que descansas en un lugar solitario, bajo un montón de tierra.  Donde el silencio resguarda tu puerta, y el viento te arrulla mientras permaneces ajena. 
En aquellas tierras los que te quieren también permanecen inmóviles y sin aliento, nada los hace diferentes a ti, excepto que ellos continúan vivos.
Yaces solitaria.
Cómo hago;
para devolverte el último beso que me diste;
regresar el color a tu piel papel de china,
el sonido a tu voz agónica y desesperada.
Cómo calmar los estertores que te condujeron a la oscuridad eterna;
plantarme frente a ti y desviar el rumbo de tu mirada que seguía los anuncios luminosos, marcándote la salida del sufrimiento y dolor.
Dónde te encuentro.
Quiero regresarte el último beso que me diste y que desde entonces llevo palpitante entre mis manos.
Manos que te dijeron adiós esa triste mañana octubre.


Imagen: "Procesión en la niebla", 1828, Ernst Ferdinand Oehme.


martes, 10 de enero de 2017

Cavilaciones.


Divago en pensamientos inconexos. Entre disparatados e irrisorios anhelos.

En apariencia estamos tan cerca, sin embargo, la infranqueable baya construida de pequeños abismos ha creado un gran hoyo negro.

¿Qué piensas?, ¿qué deseas? Dímelo –otra vez.-

A mí me gustaría que conversáramos con más frecuencia, y en esas charlas contarte mis más profundos pensamientos, mis secretos más oscuros. Por ejemplo: de los ultrajes que sufrí en mi adolescencia. Del pequeño hijo que perdí o del gran amor que dejé partir. También hablarte de mis sueños, de lo grandes que estos son. Y… ¿por qué no?, hacerte saber lo que me aterra la vejez y muerte subsecuente -como a muchos, lo sé-. Mis debilidades y tropiezos, que tal vez son más que los aciertos.

Me gustaría ir contigo de paseo. Recorrer lugares solitarios y prístinos. Escalar montañas. Surcar mares y desiertos. Saltar al infinito. Tumbarnos sobre las playas arenosas, mientras una ola de blanco y espumoso vértice nos moja.  Dejar a los oblicuos rayos del sol tocarnos, hasta que la refracción lo queme todo con voraz lentitud. Así como lo hace la pasión que llevamos y nos consume por dentro.
Y ya, cuando el cielo se vuelva todo negro, seguir ahí contando estrellas hasta nombrarlas todas. Descubrir de nuevo la Vía Láctea y bebernos su leche a pequeñas cucharadas. Empacharnos de su mágica luminosidad. Volvernos eternos, etéreos, efímeros. Volvernos suspiro. Poesía. Un cuento.

Me gustaría escucharte decir lo que te inspiro. Que soy respiro, palpitar, ola, viento y mar. Sobre todo mar.

Escuchar que aparezco en tus espejismos mientras caminas por la calle repleta de ruido, queriéndome alcanzar. Cuando lees las hojas de algún libro, en cada frase, letra, vocal. O al escribir la última estrofa de tu verso preferido.
Mientras duermes soy yo tu delirio.

Me gustaría sentir tu mano recorrer mi espalda hasta el final de su camino. A tus dedos enredarse en mi enjambre de vello tan negro como tus ojos, al buscar el interruptor que enciende el deseo. Que me atraigas, arrastres hacia ti anclado más allá de mi cintura. Compartir tu aliento, tu líquida saliva, tu lengua combativa.
Beber y fumar de tu boca todas las veces que los besos se repitan. Respirarte, olerte, saborearte. Construirte con mi fuego.
Sentir la ebullición de tu cuerpo descargada en mí. 
Acompañarte en tu viaje de ida y de regreso. Ahítos.

¿Será acaso esto una utopía o el sueño demencial por tu lejanía?


Imagen: La alcoba de Venus.



lunes, 7 de noviembre de 2016

A la distancia.


Cuando murió mi madre yo no pude estar con ella. Por azares del destino tuve que trasladarme el mismo día de su muerte a otra ciudad.
No pude participar del dolor colectivo del sepelio. No pude seguir el cortejo por las calles de la ciudad,  abrazar a familiares, arrojar una flor ni un puño de tierra sobre su ataúd.
Lo cierto es, que mientras ella era dejada bajo un montón de tierra, yo dejé algunos centímetros cúbicos de orina en un vasito para un examen toxicológico, tracé toda clase de líneas y círculos en una hoja blanca y contesté un si o  un no en un cuestionario de varias hojas, correspondiente a un examen psicométrico.
Todo eso me llevó tres horas y media. Tiempo suficiente para separarme de manera definitiva de mi madre.
Fue tanta mi angustia ante la idea de la eterna separación y tan grande la frustración de no poder estar junto a ella, que lo único que se me ocurrió para darle sosiego a mi desesperación fue escribirle una carta. Única manera de otorgarle un poco de consuelo a mi quebrantado estado anímico.
Escribí y lo envíe a una de mis sobrinas, para que lo leyera en voz alta al terminar la misa de cuerpo presente, allá, en la tierra donde nací, crecí y dejé lo que entonces fui. 

Aquí la comparto.

Querida madre:

Hace casi doce horas que te decidiste a dejarnos y yo cruzo el desierto y mi mar en sentido opuesto a donde tú estás. La vida no puede resultarme más irónica.
Yaces ahí frente a todas las personas que te quieren y que considero afortunadas. Ellas, quienes tienen el tiempo y espacio para llorar (te) y darse mutuo consuelo.
En cambio yo… estoy aquí en este vehículo que corre a toda velocidad sobre el asfalto; en una tarde donde el sol no sabe si ponerse o también llorarte. Viajo pegada al asiento trasero de un automóvil ajeno, con todo el otoño cayéndome encima mientras me murmura tu nombre. Permanezco inmóvil y con la vista fija en el desierto. Me debato y pierdo en el remolino del silencio y la ansiedad por no poder volar cual libélula hacia ti, a tu última morada.

Traigo un nudo apretado en la garganta. Qué mala jugada ésta de la vida.

Tener que tapar lo que siento con un montón de silencio. Me he quedado en el limbo. A mitad del camino. Con el llanto sin desbordar, ahogada en un grito que lleva las seis letras que forman tu nombre y que nunca pronuncié, preferí llamarte solamente mamá. 

Tu muerte es para mí espejismo; duelo sin compartir; holocausto interno. 

Cuando te dejé hace apenas una semana, es cierto, ya no eras tú. Habías emprendido el viaje hacia tu destino final por el oscuro camino del delirium. A pesar de ello, esa noche, 
(la última que compartimos) pronunciaste dos veces mi nombre. Porque tu corazón aún latía y el corazón de una madre nunca se equivoca. 
Es ahora cuando agradezco poder escribir. Hace un par de meses te dije que había aprendido a escribir para que no me ahogaran las palabras. En estos tristes instantes esa frase cobra su real sentido. 
Porque las letras han vuelto a ser mi tabla de salvación. Sin ellas no estaría aquí, aunque con otra voz, frente a tu cuerpo inerte a pesar de encontrarme a más de mil kilómetros de distancia.
Sin las palabras formadas con las letras que tanto trabajo me han costado reunir, mi cuerpo en ruinas yacería bajo los escombros del dolor que me genera tu partida.  
Pese a eso: ¡aquí estoy madre, desbordando mi pena, tratando de alguna manera compartirla con quienes también te aman, lloran, sufren y lamentan tu muerte! Escúchame…

Te agradezco la vida que me diste, tu silencio y discreta presencia. Tus oraciones, tu fe e incondicional confianza a pesar de que hace mucho dejé de ser la misma que salió de tu casa en busca de porvenir. Fíjate, hoy hasta un tatuaje tengo. Sin embargo, lo único que no dejé mi dejaré de ser es hija. Tu hija, que te quiere, querrá siempre.
Gracias madre, porque sólo esperaste mi liberación para entonces ahora si, liberarte tú, soltar el cuerpo que te ató a la vida terrenal ya sin sentido. 
Así, el vehículo en el que me transporto recorro rectas, curvas y vados a todo velocidad, mientras yo llevo la imagen de tu rostro congelada en mi memoria.
A su paso te extrañan el desierto y su indescifrable magia, el mar con sus olas, con sus playas y arenas. El cielo, las estrellas y luna que ansiosas ya te esperan. 

Gracias por todo.
 


Tu hija, Patricia.





miércoles, 2 de noviembre de 2016

Eleazar y Carmen



Los dos se fueron; cada uno a su modo y por su lado. Egoístamente, cómo lo hacen todos. Sin pensar absolutamente en nada.

La personalidad de cada uno afloró hasta el último día de sus vidas.

Él, cortó de tajo su existencia, sin autorización ni consentimiento de nadie. Voluntariosamente, sí, muy a su estilo. Terminó de sopear el pan que había hundido en la taza de café y ni adiós dijo. No se tomó la molestia de despedirse. ¿Para qué? Imagino que se habrá preguntado. Se dejó, simple y de manera llana, caer sobre el abismo de un suelo frío y duro. Lo recibieron las baldosas mirándolo de frente, sin  esquivos. No sé porqué me extraña tanto, siendo como era. Siempre impulsivo.

Ella, todo lo contrario. Lo hizo de manera más meditada, lenta y concienzuda. Muy a su pesar.
Dio tiempo a que casi todos nos despidiéramos de ella. Escuchó nuestras palabras queriendo infundirle ánimo. Risa, rezos y hasta llanto. Nos permitió tocarla. Así pudimos posar nuestras manos en las suyas y darle calor. No quiso o no pudo poner resistencia a quienes le hablaron quedo al oído, murmurándole un amor infinito. Los labios de algunos besaron mejillas y frente, humedeciendo su piel reseca y áspera, sedienta de descanso. Otros, no se conformaron sólo con eso, la abrazaron como queriendo  retener hasta los últimos latidos y respiros de su frágil cuerpo. Todo, antes de que se perdiera en el vaivén del desconcertante delirium; que cual ola de mar, golpeó la roca que los que la acompañamos fuimos, dejando a unos más que a otros erosionados, deformes, huecos y vacíos.

Así fue para mí.

Ambos se fueron y me dejaron dando vueltas alrededor y sobre un círculo inconcluso. Con la eterna frustración de un adiós incompleto o no concluido. Con las emociones todas, peleando por emerger cual burbuja a la superficie.
Sin sentido.




Ilustración: Israel Barrón.