lunes, 15 de enero de 2018

Dreaming

     
Fue un cálido verano, una sofocante tarde que me sorprendí al verlo plantado sin aviso en la puerta de mi casa, con un regalo entre sus manos y su sonrisa de niño.
El regalo resultó ser un perfume de fragancia exquisita, de aroma dulce, tan dulce como el olor a mandarinas que tanto me gusta.
Dijo que me lo traía de su viaje a no sé que isla del Caribe. 
Porque si algo le gustaba era recorrer el mundo. Su espíritu aventurero lo llevó a visitar los lugares más prístinos e increíbles que pueden existir y cada vez que regresaba de alguno de ellos, me contaba con pelos y señales lo que había visto y comido, las personas con quienes había hablado; fue mi Sherezada versión hombre.

Recuerdo que me lo entregó en una pequeña bolsa de papel reciclable, con diminutas figuras de orquídeas de un intenso color naranja –como las mandarinas- pintadas en acuarela. Cuando lo extraje y leí su nombre grabado en el frasco, supe que era una premonición, una sentencia que el destino se encargaría de hacer valer.

Mientras tanto, lo usé con frecuencia. Me gustaba que los besos que él me daba tuvieran  sabor a esa fragancia, que yo aplicaba meticulosa y deliberadamente en mi cuello o detrás de los lóbulos de las orejas, para que sus labios de ahí la tomaran y la depositaran segundos más tarde en los míos. Así al final de la noche, mañana o tarde, dependiendo de lo que nuestras ansias dictaran, ese mismo sabor terminara impregnado en él, en cada parte de su cuerpo.

Tras la separación que ineludiblemente se dio meses después, el perfume quedó arrinconado como un libro que ya se leyó y no se es capaz de regalar o compartir. En espera de ser abierto.

Hasta hoy el frasco permanece casi lleno y solitario sobre una de las repisas del tocador. Paciente aguarda que su fragancia vuelva a ser parte de mi misma piel aunque la posean otros labios.

En ocasiones, guiada por un desconocido ímpetu, lo tomo; es así y sólo así, cuando con rigurosa delicadeza acerco el frasco a mi olfato, cierro los ojos y aspiro profundo. En automático, como rayo que cae sobre tierra mojada, una especie de descarga eléctrica me alcanza, invade y quema. Un sin fin de inefables sensaciones y profundos recuerdos emergen desde no sé qué rincones de mi cuerpo y mente. La sangre me hierve, mis poros se abren, la piel se me eriza. El aroma –o su recuerdo- me paraliza. 

Sin embargo todo acaba al abrir los ojos, cuando escucho el maullar de un par de gatos en celo rompiendo el silencio de la habitación en penumbras, iluminada sólo por la lámpara junto a mi sillón preferido y una pequeña mesa donde yace un libro aún inconcluso.

El tiempo se reanuda, la vida empieza otra vez su cotidiano ritmo. 
Mi cuerpo tarda unos instantes en adaptarse. Entonces dejo el frasco en su acostumbrado sitio. 
Vuelvo a sentarme. Tomo mi libro. Continuo leyendo. También soñando.



Imagen tomada de internet.






domingo, 14 de enero de 2018

Víscera hueca



Te quedaste

en la capa interna

de éste corazón

acelerado,

en la más íntima

y bohemia

 

donde

se aglomera

tu nombre

que no dejo de repetir

por las noches

 

que irriga y nutre

por el recuerdo

de tu saliva

a ésta

víscera hueca

nunca antes 

tan cierta

 

insistente

tu esencia

recorre

mi ansioso

trémulo

y abandonado

cuerpo

 

este círculo vicioso

                  virtuoso

                  culposo

termina siempre

en su punto de origen

 

la capa más íntima

de éste afligido

y dolorido corazón

no hace otra cosa

que latir por ti mientras te espera.



"Y fue tan cuerpo que fue puro espíritu" Clarice Lispector

jueves, 26 de octubre de 2017

Trescientos sesenta y cinco días de orfandad


Hace un año nuestros destinos de manera definitiva se bifurcaron. De manera literal. 

Como ya lo sabes, me dirigí ese día -contra toda mi voluntad- en dirección opuesta a donde tu cuerpo yacía sin vida. 
Un año ya de ésta orfandad que me heredaste y no logro superar. Todo lo contrario, a ratos me inunda, me resulta insoportable.

Me dueles profundamente. Me duele no haber podido llorar –te-. Me quiebra la distancia que me separó de ti ese día. Todas las lágrimas que me tragué. Y no me es suficiente, no, no me es, la idea de saber que por fin descansas; no sé si más de la ausencia de mi padre y la nostalgia que te causó o de tu enfermedad. Lo siento, pero el egoísmo a veces me traiciona.

Todavía me da por pensar si de llamar por teléfono a la que fue tu casa será tu voz la que responda.

Me duele tu ausencia quizá más que hace un año.

Te he soñado. En las últimas semanas has estado presente en mis sueños y en todos ellos me miras. Justo como la última noche que te hice compañía. Cuando nuestras miradas se encontraron en la penumbra de tu cuarto, entre tu inquietud y  desvaríos y mi desesperación y cansancio.

Me duele haber salido huyendo de tu casa. Créeme y perdóname por favor. No fue cobardía -sé que lo sabes- aunque así lo haya parecido- Huí del dolor de no tener como ayudarte –porque nada había que hacer-, de la ansiedad que tu estado me generó, de la tristeza de ser incapaz de negar que el final se encontraba a la vuelta de la esquina. De la impotencia de no encontrar cómo gritarle a la vida, al destino o al mismo Dios por qué te dio tanta agonía. 
Simple y sencillamente solté tu mano y salí casi corriendo de tu casa, llena de miedo.
No fui valiente –como tú- para encarar la muerte. Su aroma.

Hace apenas dos meses y medio me senté frente a tu tumba. Hacía calor a pesar de ser muy de mañana. No te llevé flores. Tampoco pude decirte nada. Sólo encontré dos faltas de ortografía en tu lápida.
No pude hablar porque algo estuvo apretando por dentro mi garganta. Supongo que fue sudor lo que me escurrió por los ojos y la cara. Segura, fue la brisa matinal la que se llevó las palabras.
Rocé con mi mano izquierda las ocho letras de tu nombre antes de levantarme y me alejé.

No he vuelto a tu casa. Sigo huyendo -no es por cobardía-.

Me doy cuenta cómo todos tus hijos giramos en torno a tu recuerdo, desorientados, perdidos. Incapaces de ser la amalgama que fuiste en vida y que nos mantuvo unidos. Hacemos como que sí, pero no. 

Un año, madre. Un año. Insisto en repetirlo –un año- porque me parece tan poco y a la vez tanto. 

Sólo con la muerte el tiempo pierde su sentido.

Y al final nunca me atreví a preguntarte: -y es hora que no puedo sacarme la duda de la mente- ¿cómo pudiste vivir tanto tiempo sin mi padre?


En memoria de Carmen Lugo Dominguez (16 de julio 1936-27 de octubre 2016)

domingo, 23 de julio de 2017

(Sin) Despedida

     

    Era una tarde de primavera y el sol aún no se ponía. En el ambiente el aroma a flores vibraba al tiempo que se esparcía, movido por la casi imperceptible brisa de un mar obsequioso. La calle vacía de transeúntes, arrullaba a perros y gatos que parecían haber olvidado por un momento sus rivalidades.

Yo fui a despedirme de él. A decirle que lo sentía. Que no lo olvidaría. Que la vida se impone en muchas cosas y en otras tantas, nuestros propios deseos.  

Golpeé la puerta del patio de su casa hasta sangrarme el puño. Concentré en cada uno de los golpes todas las ansias que en esa época se removían en mis adentros como larvas, y carcomían lenta pero eficazmente mi ser interno. La puerta no se abrió, todo lo contrario; permaneció estoica, íntegra, inerte y fulgurante. 
Como si tuviese vida la reté con la mirada. Toda la madera que la constituye se burló de mí. Al menos eso imaginé.

De pie, a escasos centímetros de la puerta, escuché el olfateo del perro que pareció reconocer mi presencia allí afuera, porque lloró y rascó.  Con voz queda le hablé a su mascota –que más lloró y rascó- como lo hice tantas veces mientras se tendía a mis pies, para que le acariciara, bajo la sombra del robusto árbol de mango y al compás del suave balanceo de la poltrona, herencia familiar, según supe una de tantas tardes. 
Al fin su mascota se cansó o terminó por darse cuenta que por más que se esforzara, no podría posar sus enormes patas en mí y en mi ropa limpia. Dejó entonces de rascar, olfatear y llorar y escuché cómo, con andar parsimonioso se alejó.
El silencio se hizo presente otra vez, interrumpido casi de ipso facto, por una canción de moda proveniente de la casa vecina. Mientras tanto, yo seguía ahí, ante aquella fortaleza, con las manos sudorosas y doloridas. Con el corazón contrito, latiendo con rudeza. Áspero. Inquiriéndome por qué él no decidía salir.

Ignoro cuánto tiempo habría transcurrido hasta que me convencí que lo esperado no sucedería.

El horizonte que abrazaba al sol que sucumbía, parecía sangrar y desbordar por el cielo filamentos exangües y finitos.
Un cataclismo crepuscular hermoso y efímero. Algo parecido al amor.

El tiempo se había devaluado –cual peso frente al dólar-.
Así, de esa magnitud fue que me perdí en mis cavilaciones frente a su puerta, apretando fuerte contra el pecho los libros –que le llevaba porque le pertenecen- como si quisiese guardar en ellos mis latidos y respiración, para  el día que él los abra, me lea.

Sin tratar de contener las lágrimas dejé que éstas fluyeran. Lloré sin consuelo, como se hace ante lo irremediable, ante la sensación de vacío. Como se le llora al amigo o amiga que se pierde. Lloré porque entendí que para él no hizo falta despedida alguna.
Ante la separación todo estuvo dicho.

La decepción y desilusión terminan con cualquier sentimiento, incluso el amor.

Sequé mis lágrimas y me di media vuelta para regresar por donde llegué; en ese brevísimo instante alcancé a ver a través del resquicio formado por la puerta y uno de sus marcos, una silueta alargada. Sombra que apenas respiraba. Era él, indeciso entre salir o no, retenerme o dejarme ir.

Al final optó por lo último e irónicamente sentí alivio. 

Estoy segura que ambos supimos que ni todas las palabras del mundo podrían cambiar el curso de las cosas. Así que termine por irme de ahí. Llegué a casa y dejé sus libros dentro de una caja. Desde entonces yacen en espera que sea el destino el que marque la pauta y puedan volver a donde pertenecen.