Fue un cálido
verano, una sofocante tarde que me sorprendí al verlo plantado sin aviso en la
puerta de mi casa, con un regalo entre sus manos y su sonrisa de niño.
El regalo resultó
ser un perfume de fragancia exquisita, de aroma dulce, tan dulce como el olor a mandarinas
que tanto me gusta.
Dijo que me lo
traía de su viaje a no sé que isla del Caribe.
Porque si algo le gustaba era recorrer
el mundo. Su espíritu aventurero lo llevó a visitar los lugares más prístinos e
increíbles que pueden existir y cada vez que regresaba de alguno de ellos, me
contaba con pelos y señales lo que había visto y comido, las personas con
quienes había hablado; fue mi Sherezada versión hombre.
Recuerdo que me lo
entregó en una pequeña bolsa de papel reciclable, con diminutas figuras de
orquídeas de un intenso color naranja –como las mandarinas- pintadas en acuarela. Cuando lo extraje y
leí su nombre grabado en el frasco, supe que era una premonición, una sentencia
que el destino se encargaría de hacer valer.
Mientras tanto, lo
usé con frecuencia. Me gustaba que los besos que él me daba tuvieran sabor a esa fragancia, que
yo aplicaba meticulosa y deliberadamente en mi cuello o detrás de los lóbulos de las orejas, para que sus
labios de ahí la tomaran y la depositaran segundos más tarde en los míos. Así al
final de la noche, mañana o tarde, dependiendo de lo que nuestras ansias dictaran, ese mismo sabor terminara impregnado en
él, en cada parte de su cuerpo.
Tras la separación
que ineludiblemente se dio meses después, el perfume quedó arrinconado como un libro que ya se
leyó y no se es capaz de regalar o compartir. En espera de ser abierto.
Hasta hoy el
frasco permanece casi lleno y solitario sobre una de las repisas del tocador. Paciente aguarda que su fragancia vuelva a ser parte de mi misma piel aunque la posean otros labios.
En ocasiones, guiada
por un desconocido ímpetu, lo tomo; es así y sólo así, cuando con rigurosa delicadeza
acerco el frasco a mi olfato, cierro los ojos y aspiro profundo. En automático, como rayo que cae sobre tierra mojada, una especie de descarga eléctrica me
alcanza, invade y quema. Un sin fin de inefables sensaciones y profundos
recuerdos emergen desde no sé qué rincones de mi cuerpo y mente. La sangre me
hierve, mis poros se abren, la piel se me eriza. El aroma –o su recuerdo- me paraliza.
Sin embargo todo acaba al abrir los ojos, cuando escucho el maullar de
un par de gatos en celo rompiendo el silencio de la habitación en penumbras,
iluminada sólo por la lámpara junto a mi sillón preferido y una pequeña mesa donde yace un libro aún inconcluso.
El tiempo se
reanuda, la vida empieza otra vez su cotidiano ritmo.
Mi cuerpo tarda unos instantes en adaptarse. Entonces dejo el frasco en su acostumbrado sitio.
Vuelvo a sentarme. Tomo mi libro. Continuo leyendo. También soñando.
Imagen tomada de internet.
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