martes, 26 de enero de 2016

El último café.



Después de regresar del cementerio me senté con ella en la cocina, mientras le preparaba una infusión caliente de yerbabuena y ambas tratábamos de asimilar el silente vacío de la casa, me animé a preguntarle qué había pasado.
Le pedí que me contara cómo habían transcurrido sus días; que me dijera cada una de sus palabras, porque quería al menos a través de ella, de su voz, revivir los últimos días que él anduvo recorriendo las calles del mercado, el que está a dos calles de la casa y que era su lugar favorito para visitar todos los martes.
Que me platicara de sus idas a buscar el periódico cada mañana, puntual, cuando todavía el sol no se desperezaba y las luces de las ventanas de las cocinas en la cuadra, apenas, poco a poco se iban iluminando y los perros paseaban libremente por las calles, sin que las vecinas les echaran baldes de agua fría tratando de espantarlos o "despegarlos".
Le pedí con impaciente serenidad que me hablara de él, de mi padre, de sus últimas horas de vida en la casa que yo dejé para ir a cumplir mis sueños.

Al principio creí que no quería contarme, su miraba permaneció fija en el refrigerador, directo al imán que enmarcaba una foto donde él y ella estaban juntos, abrazados, sonrientes.
El rostro de mi madre parecía acartonado, inexpresivo.
Después de unos minutos, cuando el silencio era ya insoportable y perdía yo la esperanza de una respuesta, mientras le servía la infusión, mi madre empezó a hablar.
Primero su voz fue como un hilo, casi  inaudible y tuve que acercármele un poco para entender lo que decía, después, como si el hablar de él le infundiera energía, su voz se hizo más clara, más sonora, más vibrante.

“Yo le empecé a notar algo diferente. Ya no sonreía tanto. Pasaba horas callado, como pensando la manera de decirme lo que él ya sospechaba. Sus pasos no tenían la misma fuerza, pisaba como si le costara trabajo, como si anduviera sobre maderas crujientes y tratara de no hacer ruido.
Dejó de ir al mercado -cuando yo era la que me daba una vuelta por ahí, el señor del puesto de dulces y revistas me preguntaba por él, por qué ya no iba- y hasta de leer el periódico.
Por más que lo animé a salir, ya no quiso acompañarme al café de los chinos que tanto le gustaba después de misa.
Por más que le pregunté que le sucedía, sólo obtuve evasivas, nada concreto: que le dolía una pierna, que ya estaba viejo; que el café le irritaba la panza.
Se la pasó los últimos días en su taller haciendo como que arreglaba radios y televisores. Armando y desarmando computadoras. Escuchando música, bajito, sólo para él. Yo lo veía a través de la ventana que da al patio trasero con su pañuelo en la cabeza, limpiándose el sudor que le escurría y que le mojaba todo el rostro.
Su silencio me dio miedo, sin embargo, no insistí con mi interrogatorio de qué le pasaba, porque raro en él, pero se enfadaba pronto. Ahora me doy cuenta que se me fue yendo despacio, poco a poquito de entre las manos y no supe como detenerlo, no le di una excusa para querer quedarse.
Cuando tú le hablabas por teléfono, continuaba contándome mi madre, al colgar, volvía a sonreír y a platicar por momentos, para inevitablemente regresar a su mutismo.
Un par de días antes observé que colgado de uno de los marcos de madera del taller, se hallaba una foto donde estás tú cuando eras muy pequeña y él te sostenía sobre sus piernas, ambos tenían en sus manos una copa de plástico con la que solían jugar a brindar. Nunca antes la había visto ahí. Algunas otras veces sin que se diera cuenta, lo miré observándola fijamente y noté en todas ellas, que sus labios se movían; un fino temblor casi involuntario brotaba de ellos. Estoy segura que te extrañaba, te extrañó siempre desde el primer día que te fuiste. Cuando te dejamos en la terminal de autobuses aquel día, ahora tan lejano, tú no lo viste, porque el camión ya había avanzado lo suficiente, pero sus ojos se inundaron de lágrimas y hasta pude percibir como le costó trabajo tragarse el sollozo que en su pecho anidaba.
Así pasaron los días.Todas las tardes casi para anochecer, nos sentábamos, yo en el sillón y él en una de las sillas del comedor y tomábamos café que le gustaba acompañar con una concha que remojaba y sorbía. Hace dos días, hicimos lo mismo; pero justo al darle el último trago a su café, sin ningún gesto, sin una señal, sin previo aviso, cayó con todo su peso de cara al piso. Ahí frente a mí, inerte, ajeno a todo y sin despedirse lo vi irse, alejarse, dejarme después de más de cuarenta años juntos. Nos teníamos tanta confianza que no creyó necesario decirme adiós, seguro supuso que yo no se lo tomaría a mal. A los pocos minutos, cuando la ambulancia y su peculiar gemido salía de esta casa con él y yo en su compañía, supe, tuve la certeza que regresaría sola, que tu padre jamás volvería a cruzar el umbral de nuestro hogar y que mi vida sería a partir de entonces un constante esperar a reencontrarme con él.”

Después de eso, mi madre guardo de nuevo silencio y bebió un poco del té que aún humeaba sobre la mesa. Yo sólo la miré con el terrible dolor  que me causó, más o igual que la muerte de mi padre, imaginarla sin él y por no tener la manera de llenar sus noches, todas las noches que desde ahora en adelante tendría en soledad.
Ella me miró y sonrió, tomó mi mano y dijo: “no estés triste, tienes que ser valiente y seguir”.
Y con movimientos lentos y seguros se puso de pie, avanzó unos pasos hacia mí, me beso en la cabeza y anduvo a su habitación donde la aguardaban los recuerdos que le dejó el hombre que nos dio en vida, lo mejor que tuvo y por el que ambas lloramos esa y muchas noches más, cada una en su habitación, a su manera.


En memoria de mi padre Eleazar Valenzuela Gutiérrez.
2 de Septiembre de 1941- 13 de noviembre de 2007.




domingo, 17 de enero de 2016

Dos amores



Los amo a los dos por igual. Como ellos ningún otro. Y aunque de ambos me separan algunos años, no me importa. Son amores que no dejaré.

 A uno ya lo perdí, se fue lejos y jamás lo volveré a ver, que decir de tener noticias suyas, no, para nada. Lo peor, se fue sin despedirse. Pero no por eso lo odio, todo lo contrario, me aferro a su recuerdo; lo llamo y lo abrazo en las noches tristes y solitarias, en los momentos difíciles en los que me gustaría escuchar su palabra; tomar su mano; dormir en su regazo.
Si de héroes me preguntan lo describiría a él. ¿Cómo no hacerlo? Si en su momento me lo entregó todo sin condición. Por ello le perdoné lo inimaginable, hasta que amara a otra mujer y me hiciera convivir con ella hasta quererla. Así, de ese tamaño era –o es- mi amor por ese hombre de carácter tan explosivo, de manos grandes y sonrisa abierta. Lo recuerdo tanto, lo extraño todavía más.
Por otro lado, ahora lo tengo a él, a este otro a quien me abrazo por las noches, solo algunas, tristemente. Él, que me divierte. Él, motivo de mis más sonoras carcajadas.
Me gusta verlo a la distancia, sin que se de cuenta de que lo hago. Tan resuelto, tan inteligente, tan lleno de vida. Me enamora la forma en que me busca a todas horas, como se cobija en mi al encontrarme. También, gozo al recordar sus primeros cumpleaños a mi lado, el gusto por sus obsequios. No me canso de enorgullecerme de lo que otras personas lo admiran y elogian. A él no lo comparto, no todavía, bueno ya un poco. Aunque es seguro que tendré que hacerlo del todo si no quiero perderlo. Me duele pensar que ese día llegará, que me cambiará por una mujer joven, con actividades y gustos afines, quiero demorar lo más posible ese momento. Ni como luchar contra eso, no tengo armas. Al final estoy segura que me resignaré y terminaré cediendo una parte de su amor. Pero, ¿ qué no hace una mujer cuando ama? Yo, lo doy y lo hago todo. Esta vez, tampoco será la excepción.

¿Por qué el afán mío por estos amores? Ha sido mi destino.

¿Sus nombres? No son importantes, baste decir que de cariño le digo a uno, papá y a otro, hijo.


jueves, 7 de enero de 2016

Sin puntos ni comas






Noches de insomnio inquisidoras sin ti que me fustigan con recuerdos  pueriles banales y dolorosos de miradas vacías de caricias frías y risas huecas Con canciones llenas de  nostalgia recordando lo que fue y  lo que no lo que pudo lo que estuvo a punto lo que se esfumó lo que se perdió Sábanas tristes llenas de espacios sin ocupar habitación saturada de silencios que aturden soledad que acompaña a esta absurda sensación de tu ausencia de tu olor a cigarro del aroma de tu perfume Aún logro escuchar el susurro de tu voz sentir el toque de tu mano degustar la saliva de tu boca soportar la fuerza de tu peso extasiarme con tu abandono mientras me recorres y mojas sabiendo que en ello se te va una parte de la íntima esencia de tu ser A pesar de todo esto tus pasos continúan sin detenerse no escuchas la voz que te grita y mientras tu figura se pierde y te veo lejano como un espejismo mis sueños se rompen y mis esperanzas quedan sepultadas por el miedo que me paraliza entre suspiros que  asfixian y latidos que ensordecen Al final el orgullo nos vence La oportunidad se niega El sentimiento muere

martes, 5 de enero de 2016

Aguas turbulentas.



Más allá de su terrible y aparente superficialidad, justo debajo de la epidermis, vive en ella un mar turbulento. Aguas que succionan y ahogan. 
De las que no se salva aquel que decide sumergirse y explorarla.

domingo, 3 de enero de 2016

Otoño




















El otoño es sinónimo de tu ausencia.
De horas interminables frente al televisor apagado.
De escuchar música de violín
sobre la cama con las sábanas revueltas.
El otoño es sinónimo de caminar sola,
de sentarme en la banca del parque a
rumiar tu olvido mientras el sol me entibia
el corazón, las manos, en general todos los sentidos.
Es también sinónimo de llevar y traer un libro en el bolso,
abrirlo y no avanzar en la lectura, al contrario, retroceder
y volver a leer tu dedicatoria.
Es caminar pisando las hojas ocres y secas, es reconocer en
su crujido el llanto de éstas confundiéndose con el mío.
El otoño, cuanto diera porque el otoño
significara otra cosa, por ejemplo:
madrugadas cobijadas por tu cuerpo.
Música de Bach frente a la chimenea en el sillón
rojo, bebiendo de tus labios el sabor de mi cuerpo.
Tardes en la cocina, preparando nuestra comida preferida.
Atardeceres en silencio, contemplando el cielo,
descifrando como Dios puede ser tan perfecto.
Noches echados sobre el suelo, en una cobija compartida
observados por el firmamento
contando cada una de las estrellas caídas, jugando a pedir deseos.
Sin embargo… el otoño es solo eso, otoño, una estación más.
Noventa lúgubres días que transcurren en completa parsimoniosa agonía.
Días donde me olvido quien soy para recordar quien fui
cuando estuvimos juntos.
El otoño… si se le pudiese cambiar de nombre, lo llamaría tan solo
verano, tal vez así la melancolía de tu ausencia fuese menos fría
y tu recuerdo menos vago