Nueve meses me cargaste en el vientre,
después en los brazos.
Me ofreciste de tus pechos, calostro,
de las noches, tu sueño,
de los años, tu juventud.
Rompí tu piel al crecer en tu interior.
Líneas blancas indelebles,
vetas hundidas, nuevas y viejas
con las que firmamos tu cuerpo
yo y las otras siete crías que pariste.
Seguiste mis pasos no solo de niña,
también de joven y adulta.
Cuando me fui de tu casa
me quedé en tu “cabeza
como la huella de una ausencia.”
Y a mí,
nunca se me ocurrió preguntarte en vida
cuáles fueron tus sueños y deseos.
Si los realizaste o no.
Si deseaste, qué y a quién.
Si nos deseaste.
Sí, a tus ocho crías.
Si alguna vez te arrepentiste
o quisiste renunciar al rol de madre,
de cuidadora, de mujer “de”.
Si llegaste a conocer a la mujer que fuiste
o simplemente la
dejaste en el olvido
por darte a la crianza, a un hombre
y a los quehaceres de la casa.
Si te sentiste querida, deseada, valorada.
Muchas veces te vi contenta,
también llorar y reñirle a mi padre.
Te vi lavar ropa, trastes. Planchar.
Ir al mercado. Cocinar.
Ser la última en sentarte a la mesa,
en apagar las luces e irte a la cama.
Limpiar después de las fiestas en casa.
En otro tiempo
hubiera podido decir con seguridad,
que sí, fuiste feliz.
Ahora no lo sé. Tardemente.
Porque las mujeres de tu generación
fueron educadas para darse,
estar para los y las demás.
“Flor con forma de mujer
Esa es la imagen
de la ama de casa:
las mamás son bellas, son como rosas
plantadas en un solo lugar
y se van a quedar ahí
por más bellas que sean.”
Con ese amor incondicional
de madres sacrificadas, abnegadas.
¿O de mujeres sometidas?
Roles asignados, inexorables, qué ejercer.
"Escribo sobre mi madre y pienso que quiero volver a ser hija." Daniela Rea Gómez
Fotografía: Carmen a la edad de 9 años.
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