Me siento en el sillón y entrelazo mis manos frías y sudorosas para atropelladamente y a bocajarro dejar que las palabras salgan mientras mi llanto encuentra su cauce, mientras, mi interlocutora muy amable, me mira en silencio desde el otro extremo de la habitación. Podría decir que compasiva, lastimosamente.
Mientras termino de partirme, de fracturarme en mil pedazos, mi carne y mis huesos, mi sangre y pensamientos explotan. Vomito dolor. Escupo decepción. Transpiro miedo.
Ella me ofrece un pañuelo que acepto pero no uso. No me preocupa secar las lágrimas que tienen el mismo sabor del sudor que pruebo cuando corro o hago el amor. Solo respiro profundo y exhalo para seguir volcando mi verborréico monólogo.
Ella escucha la frustración que me aniquila.
Si, hay que pagar por sesenta minutos de calma, de serenidad. Por dos oídos atentos, por palabras que al oírlas me hagna sentir acompañada. Por un abrazo al acabar la sesión.
Todo eso me anima a salir y enfrentar de nuevo el aplastante mundo que me asfixia.
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